La noticia

Ya hacía muchos años que me había muerto cuando mi marido murió mientras dormía, ahí a mi lado, en la cama matrimonial que durante tantos años habíamos compartido. Después del café con leche del desayuno se dispuso a darme la noticia de su muerte. Las palabras de pésame casi brotaron de sus labios pero a último momento se contuvo. Pensó que yo iba a enloquecer de dolor, que aquella horrible noticia podía conducirme a mí también a la muerte. No dije nada, me limité a comprenderlo en silencio, a compadecerlo, pues lo mismo me pasó a mí el día de mi fallecimiento, no encontré la manera de decírselo, me dio miedo que sufriera, que cayera en el alcoholismo, se tirara de un puente. Lo comprendí, digo, mientras lo observaba dar vueltas nerviosas alrededor de la mesa de la sala, lanzándome de tanto en tanto breves miradas perplejas.

Por fin se fue al trabajo. Con un nudo en la garganta salí a hacer las compras para el almuerzo. Aunque no era sólo dolor lo que sentía, también una felicidad escondida, pues qué considerado de su parte no querer darme ese disgusto, y al mismo tiempo, no sé, ahora que los dos estábamos muertos, la muerte nos unía con un lazo aún más estrecho que la vida. La única diferencia entre nosotros era que yo sabía que ambos habíamos muerto y él, en cambio, sólo estaba al tanto de su propio e incomunicable fallecimiento.

Yo también sabía lo que le esperaba vivir ese primer día de su muerte. La extrañeza de no encontrar una esquela en el periódico, ni el anuncio del velorio, ni a su mamá bañada en llanto. Indagaría en los rostros de sus compañeros de trabajo, buscando alguna señal que confirmara la triste novedad de su estado, pero inútilmente. Por cierto, me consta que uno de estos compañeros, al que mi marido más aprecia, hace tiempo que está muerto. No se atrevió a decírselo a su amigo, con el que bebía cerveza los sábados, y sigue haciéndolo, pero me lo dijo a mí una de esas tardes, aprovechando que mi marido estaba en el baño.

Pobre hombre, su mirada perforaba el piso mientras con gran torpeza de palabra me comunicaba la desdicha. Ya era tímido y sensible cuando estaba vivo, pero con la muerte esas cualidades se avivaron. Sufría mucho por su amigo, no podía ser él quien se lo dijera. Así pues me rogó que fuera su emisaria. Acepté, pero tampoco pude encontrar el momento. Mi marido no es muy sociable. ¿Cómo arrebatarle a su único compañero de cervezas? Yo no bebo, y además soy su esposa, no es lo mismo. Así que lo fui postergando, pasó el tiempo, mi marido no se dio cuenta de nada.

Un sábado, mucho después, en la misma circunstancia, le confesé al amigo de mi esposo que yo también estaba muerta. Qué terrible, dijo, vive entre muertos. No me gustó este comentario. Al fin de cuentas, nuestra muerte secreta lo beneficiaba. Así se lo dije, con un tono un poco áspero. Me ofreció muy nervioso sus disculpas, que yo acepté de inmediato, disculpándome a mi vez por aquella súbita aspereza. Y es que cuando se está muerto todo se vuelve vulnerable, la sensibilidad se agudiza, ya no hay distancia.

El sábado siguiente a la muerte de mi esposo, mientras éste se hallaba en el baño, le comuniqué al amigo su muerte. Se echó a llorar desconsolado. Cuando mi marido volvió a la sala y preguntó qué pasaba, que por qué aquel llanto repentino, le dije: sabemos que estás muerto. Profirió un grito terrible y cayó al suelo. Nos costó reanimarlo. Su amigo me hizo reproches. Cómo le vas a decir eso de esa manera, pobre hombre. Yo no podía creer en lo que había dicho, en la manera súbita, brutal con que me había expresado. Fue un exabrupto, no pensé, me salió solo. No fui yo, llegué a decir.

Todo esto lo decía entre lágrimas porque también a mí me golpearon mis palabras. Era como si me hubiera dado a mí misma la noticia. Ya mi marido había vuelto en sí y quiso saber cómo y desde cuándo sabíamos que él había muerto. Y otra vez aquella voz ajena brotó de mí. No te preocupes, le dije, nosotros también estamos muertos.

Así, después de tan largo y cuidadoso silencio, la noticia se abrió paso y nos llegó a todos. Nos abrazamos y lloramos locos de tristeza por nuestras muertes, pero aliviados también, porque por fin ya no teníamos nada que ocultar, por fin estábamos sinceramente muertos.

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