La noticia

Ya hacía muchos años que me había muerto cuando mi marido murió mientras dormía, ahí a mi lado, en la cama matrimonial que durante tantos años habíamos compartido. Después del café con leche del desayuno se dispuso a darme la noticia de su muerte. Las palabras de pésame casi brotaron de sus labios pero a último momento se contuvo. Pensó que yo iba a enloquecer de dolor, que aquella horrible noticia podía conducirme a mí también a la muerte. No dije nada, me limité a comprenderlo en silencio, a compadecerlo, pues lo mismo me pasó a mí el día de mi fallecimiento, no encontré la manera de decírselo, me dio miedo que sufriera, que cayera en el alcoholismo, se tirara de un puente. Lo comprendí, digo, mientras lo observaba dar vueltas nerviosas alrededor de la mesa de la sala, lanzándome de tanto en tanto breves miradas perplejas.

Por fin se fue al trabajo. Con un nudo en la garganta salí a hacer las compras para el almuerzo. Aunque no era sólo dolor lo que sentía, también una felicidad escondida, pues qué considerado de su parte no querer darme ese disgusto, y al mismo tiempo, no sé, ahora que los dos estábamos muertos, la muerte nos unía con un lazo aún más estrecho que la vida. La única diferencia entre nosotros era que yo sabía que ambos habíamos muerto y él, en cambio, sólo estaba al tanto de su propio e incomunicable fallecimiento.

Yo también sabía lo que le esperaba vivir ese primer día de su muerte. La extrañeza de no encontrar una esquela en el periódico, ni el anuncio del velorio, ni a su mamá bañada en llanto. Indagaría en los rostros de sus compañeros de trabajo, buscando alguna señal que confirmara la triste novedad de su estado, pero inútilmente. Por cierto, me consta que uno de estos compañeros, al que mi marido más aprecia, hace tiempo que está muerto. No se atrevió a decírselo a su amigo, con el que bebía cerveza los sábados, y sigue haciéndolo, pero me lo dijo a mí una de esas tardes, aprovechando que mi marido estaba en el baño.

Pobre hombre, su mirada perforaba el piso mientras con gran torpeza de palabra me comunicaba la desdicha. Ya era tímido y sensible cuando estaba vivo, pero con la muerte esas cualidades se avivaron. Sufría mucho por su amigo, no podía ser él quien se lo dijera. Así pues me rogó que fuera su emisaria. Acepté, pero tampoco pude encontrar el momento. Mi marido no es muy sociable. ¿Cómo arrebatarle a su único compañero de cervezas? Yo no bebo, y además soy su esposa, no es lo mismo. Así que lo fui postergando, pasó el tiempo, mi marido no se dio cuenta de nada.

Un sábado, mucho después, en la misma circunstancia, le confesé al amigo de mi esposo que yo también estaba muerta. Qué terrible, dijo, vive entre muertos. No me gustó este comentario. Al fin de cuentas, nuestra muerte secreta lo beneficiaba. Así se lo dije, con un tono un poco áspero. Me ofreció muy nervioso sus disculpas, que yo acepté de inmediato, disculpándome a mi vez por aquella súbita aspereza. Y es que cuando se está muerto todo se vuelve vulnerable, la sensibilidad se agudiza, ya no hay distancia.

El sábado siguiente a la muerte de mi esposo, mientras éste se hallaba en el baño, le comuniqué al amigo su muerte. Se echó a llorar desconsolado. Cuando mi marido volvió a la sala y preguntó qué pasaba, que por qué aquel llanto repentino, le dije: sabemos que estás muerto. Profirió un grito terrible y cayó al suelo. Nos costó reanimarlo. Su amigo me hizo reproches. Cómo le vas a decir eso de esa manera, pobre hombre. Yo no podía creer en lo que había dicho, en la manera súbita, brutal con que me había expresado. Fue un exabrupto, no pensé, me salió solo. No fui yo, llegué a decir.

Todo esto lo decía entre lágrimas porque también a mí me golpearon mis palabras. Era como si me hubiera dado a mí misma la noticia. Ya mi marido había vuelto en sí y quiso saber cómo y desde cuándo sabíamos que él había muerto. Y otra vez aquella voz ajena brotó de mí. No te preocupes, le dije, nosotros también estamos muertos.

Así, después de tan largo y cuidadoso silencio, la noticia se abrió paso y nos llegó a todos. Nos abrazamos y lloramos locos de tristeza por nuestras muertes, pero aliviados también, porque por fin ya no teníamos nada que ocultar, por fin estábamos sinceramente muertos.

Nacimiento

Cuando abrí los ojos en ese pasillo silencioso que me llevaba a la vida, venía de la muerte. Aunque el tránsito había sido breve, de hecho casi imperceptible, sólo conservaba de ella, de mi muerte, unas cuantas imágenes en avanzado proceso de teorización. Un mobiliario cubista impregnado de odio y de violencia caía en zig zag por el espacio, entrechocando sus diversos elementos, en dirección a una superficie casi plana, absorbente, del color del plomo. Al llegar abajo, los objetos en pugna eran engullidos por esa llanura porosa, y en su interior sometidos a lo que me pareció (y tal vez era) un orden racional. Las formas, penetradas por el signo de las formas, renunciaban de mala gana a la rabia vital y a la oblicuidad. Me refiero a que se volvían blandas, gomosas, y terminaban aceptando una casilla en la cuadrícula de una vasta y compacta matriz. En este proceso de desciframiento de mi muerte había algo melancólico, algo turbio y distante, que no atenuaba en lo más mínimo el terror de mi corazón.

Pero, a medida que avanzaba, estas visiones, a las que acompañaba un gran ruido, se aplacaban al ponerse en contacto con la dulce y callada penumbra del pasillo, en aquella humilde pero acogedora casa de huéspedes.

Todo cambió cuando penetré en la habitación. Groseras lámparas de neón emitían destellos bruñidos, grises y azulados. En un colchón, depositado con sencillez sobre el suelo, dormía mi madre. No me extrañó que abrazara un grueso volumen de trigonometría de tapas marrones ni que en la habitación reinara el desorden. Todo me resultaba a la vez nuevo y familiar. Por otra parte, en seguida me di cuenta de que yo estaba condenada a permanecer en estado de anterioridad, pues mi incursión en la habitación de mi mamá soltera, estudiante de bachillerato nocturno, era prematura. Yo no nacería aún, pasarían años tal vez. Pero no caí de inmediato en la desesperación por este motivo. Ah, no. Cualquier espera me parecía preferible a los acontecimientos instantáneos, pero insufribles, de mi muerte reciente.

Al principio, quise aprovechar el tiempo vacío para rememorar y reflexionar sobre los acontecimientos pasados con el fin de no incurrir en los mismos errores. Me imaginé que podía aprovechar el tedio de los momentos venideros en beneficio de cierto progreso futuro. Incluso imaginé que la espera me enseñaría el arte, tan despreciado en mi otra vida (tanto por mí como por la época), de la paciencia. Pero no recordaba nada, o casi nada. Cuando mi mamá despertó y comenzó a dar vueltas nerviosas por la habitación buscando su cepillo de dientes, se apoderó de mí un hormigueo, una angustia.

A pesar de no haber aún nacido, el canal que comunica naturalmente a una madre y una hija se encontraba ya en pleno funcionamiento. Sentía, como si fuese mía, la boca pastosa de mi mamá que había bebido demasiado vino en el almuerzo con sus amigos, en su mayoría artistas indisciplinados, y luego se había encerrado con el falso propósito de dedicarse a estudiar aquella aburrida materia. El desorden de la habitación aumentó como consecuencia de su búsqueda. Las manos de mi mamá temblaban en contacto con los numerosos objetos que no eran su cepillo de dientes. Y este temblor yo lo sentía en mis manos no nacidas y había en él un odio compulsivo y refrenado, había una profunda incapacidad para soportar el momento presente que me hizo recordar lo tremendo que era estar dentro del tiempo, sujeta a sus minutos, sobre todo a ésos que transcurren dolorosamente fuera de la realidad o de su médula. En síntesis: me desmayé.

(Debo aclarar que no tanto por el hecho de que faltaban años para mi nacimiento, como porque yo me encontraba, formalmente hablando, en estado de tabula rasa, el canal era unidireccional. Mi mamá experimentaba una gran variedad de desbarajustes químicos y eléctricos que repercutían en mí de manera inmediata. Yo, en cambio, no podía hacerla padecer. Comencé a desear que mi nacimiento no se produjera, porque me espantaba la idea de que a estos sinsabores se añadieran necesidades físicas. No se me ocurrió pensar que el hambre, la sed, el escozor, serían sustitutos amigables de las dolencias ficticias. Pero tampoco me atraía la idea de permanecer así indefinidamente, pues ignoraba qué posibilidades de cambio ofrece un estado de no vida. Desde un punto de vista lógico es fácil sospechar que un no nacido es incapaz de morir y que sus capacidades se limitan al nacimiento, pero la poca (o engañosa) incidencia de la lógica en la realidad de mi otra vida me dejaba cavilosa, considerando qué oportunidades de transformación, o de fuga, por ahora insospechadas, podrían presentárseme).

¿Qué podía hacer?

Como ya dije: me desmayé.

En el fondo de mi desmayo vi las huellas repetidas de ese dolor perdiéndose en lo que podría llamarse nieve o arena. Si pensaba en extensiones vistas con la amplitud de los ojos veía la península de Paraguaná, su ventisca arrebatadora de bolsas plásticas a rayas anaranjadas o azules. Pero los recuerdos comenzaban a borrarse, y me pareció curioso que en este lento desaparecer de los decorados del mundo fueran apareciendo algunos reconocimientos que podía arrastrar conmigo fuera del desmayo. Abrí los ojos, miré. Con un lápiz y un papel mi mamá se afanaba en sus ejercicios trigonométricos en los que sería examinada al día siguiente. El gesto de tachar se repetía constantemente. No se concentraba, parecía al borde del llanto. Pero fui yo la que estallé en un sollozo lánguido, prolongado, parecido al aullido de un lobo.

Inmediatamente mi madre se calmó. Ordenó un poco el cuarto e improvisó una mesita en la que se sentó muy seriamente a estudiar. Yo la observaba con atención. En cuanto mostraba señales de impaciencia o desesperación, yo aullaba, me quejaba, pataleaba. A las cuatro de la mañana, mi madre, muy satisfecha, cerró los libros y ordenó los papeles. Luego se fue a acostar. Al día siguiente la acompañé al examen, que duró dos horas. Dos horas en las que me encargué de expresar con toda la fuerza de era capaz todas las emociones posibles. De esta manera liberaba a mi madre de todas las emociones posibles. Su mente estaba fría, su pulso firme. Obtuvo un sobresaliente.

A mi mamá le parecía que se había obrado un milagro. Estaba orgullosa de su nueva personalidad. Dejó de beber y despidió a sus amigos que durante semanas golpearon a su puerta, intentando recuperarla. Pero ella ya no quería tener nada que ver con lo que llamó “el poetariado etílico”. Ella se estaba forjando un porvenir. Ya no era la loca que necesitaba huir de sus emociones desmedidas para caer en otras aún más desmedidas. Muy pronto terminó el bachillerato nocturno y se inscribió en la universidad. Daba gusto lo ordenada que estaba su habitación, lo fácil que le resultaba encontrar su cepillo de dientes y cepillarse vigorosamente cada mañana. Yo seguía haciendo concienzudamente mi trabajo, inmersa en una especie de circo trágico, para ayudar a mi futura madre, como una buena futura hija, a cumplir sus tareas y así poder nacer, si es que algún día nacía, en un ambiente menos decadente del que había encontrado a mi llegada, de ser posible un ambiente burgués. Para eso, mi mamá tenía que graduarse, encontrar trabajo, novio, casarse, conseguir una casita y un perro. Recién entonces yo nacería. Esos eran mis planes, pero estaba cansada, el trabajo emocional me tenía al borde de lo que pensé sería un ataque de nervios completamente mío.

No fue esto lo que ocurrió. Una mañana oí el vigoroso cepillarse de mi madre, el sonido de los libros y cuadernos que introducía en su portafolios y el golpe seco de la puerta al cerrarse. El cansancio me impidió seguirla, permanecí inmóvil todo el día, sumergida en un sueño lleno de sobresaltos. ¿Qué sería de mi madre sin mí? ¿Que pasiones obtusas la invadirían? Mis temores no eran infundados. Ese día mi mamá conoció a un hombre y se volvió completamente loca. El hombre, que inmediatamente se instaló en la habitación, tocaba la trompeta. Todo volvió a ser un caos, los vecinos se quejaban constantemente del ruido y algunos miembros del poetariado etílico volvieron a hacer acto de presencia.

Con las pocas fuerzas que me quedaban y a pesar del gran sueño que intentaba arrastrarme a todas horas, me afané en sentir y expresar todo lo que podía. Tuve grandes dificultades con el deseo sexual que al principio vencía en pocas ocasiones, pero pronto aprendí a ponerme lasciva y logré que mi mamá, a la que el trompetista calificó de frígida, siguiera estudiando. Unos días antes de nacer ya no pude resistirme al gran sueño. Este se apoderó de mí, me hundió en una tibia, oscura caverna. A veces me despertaba un poco, oía el vigoroso cepillarse de mi mamá y sonreía. Todo seguía su curso. El sonido me arrullaba y volvía a dormirme.

Hoy, a las nueve de la mañana, nací. Me siento invadida por un enorme tedio. Ni siquiera la noticia de que tenemos casa, perro y de que el trompetista ha sido sustituido por un hombre serio y callado ha conseguido alegrarme. Por el contrario, encuentro todo de pésimo gusto. Mi único medio de expresión es el llanto que sólo sirve para que me den de comer, me cambien los pañales o me unten de crema la piel irritada. Ni se les ocurre que pueden molestarme otras cosas, como ese lenguaje idiota con el que me hablan. Me siento avergonzada de haber trabajado tanto en la creación de este mundo mediocre. No soporto el ruido del cepillo de dientes por la mañana, la boba cara del perro y la más boba cara del hombre sin trompeta. Mi mamá se ha convertido en una persona insípida. Ojalá el trompetista y el poetariado etílico estuvieran aquí haciéndome reír con sus locuras. Estoy ansiosa por llegar a la adolescencia, fugarme, y vivir como me dé la gana.

Causa primera

Antes de mí no había nada, y con esto no estoy alardeando. Por el contrario, lo que pretendo es aclarar que yo, la primera causa, no fui realmente gran cosa. Es cierto que después muchas grandes causas se derivaron de mí y supusieron que necesariamente se derivaban de algo más grande o poderoso, pues no hubieran podido ser sin mí. En el fondo, y a pesar de su enorme petulancia, nunca dejaron de considerarse sólo efectos que producen efectos. Y hasta ahora nada ha podido sacarlas del convencimiento de que yo soy superior o de una índole diferente. A mí, no es que no me guste sentirme superior, de hecho me siento superior, pero no por ser la causa de tantos grandes efectos presumidos (de esto, aunque no sea mi culpa, me siento más bien avergonzada, sobre todo en los contextos en que causa y culpa son sinónimos). Pero mi superioridad consiste en que yo fui un hecho insignificante y sin pretensiones. Algo así como mirar el techo un segundo. Pruebe el lector a mirar el techo un segundo y comprenderá a qué me refiero. Hágalo ahora. Se quedará asombrado, no lo dudo, sí, de lo poco que soy. Pero debo advertir algo: así como yo fui el primer hecho, un día llegará el último, que será efecto puro, incapaz de causar nada y tan poca cosa como yo, porque él será mi efecto y yo seré su causa. Para entonces, todo lo que hubo en medio desaparecerá por superfluo. Se dirá que se ha escogido un camino absurdo y retorcido para que una insignificante causa alcance su insignificante efecto. Pero: ¿de dónde sale que los procesos han de ser simples o al menos racionales? ¿No bastan las pruebas que indican lo contrario? A mí me bastan. Y mientras las grandes causas siguen pariendo grandes efectos, yo simplemente espero. Tal vez ¿por qué no? alguno de esos lectores que siguiendo mi consejo ha mirado el techo un segundo se dé cuenta de que él mismo ha producido (¡por fin!) este último hecho. Y en tal caso sólo me queda decirle: gracias, gracias...

El locutor

Un nuevo virus causa estragos en la población capitalina. Se trata de “el narrador depravado”, también conocido como el “chismoso íntimo” o más sencilla y popularmente “el locutor”. Se manifestó por primera vez en una señora de 62 años residenciada en un edificio de la calle Miranda en nuestra ciudad capital. Su hijo, abogado soltero, dio a conocer que el 23 de septiembre, a las diez de la noche, una voz “educada” como la de un empalagoso locutor de radio comenzó a hablar por la boca de su madre. En un principio se mostró sorprendido, ya que era una voz masculina, pero luego quedó absorto. Se enteró así de cosas profundamente raras sobre la vida de su madre, por la que él hasta ese momento dijo sólo haber sentido un humilde respeto. Dijo también que los ojos de la víctima no salían de su asombro y que sacudía la cabeza en un esfuerzo exasperado por negar lo que el virus decía. Interrogado acerca de lo que el virus decía el hijo se negó a revelar nada y unas lágrimas de ira afloraron a sus ojos. Interrogado acerca de las lágrimas de ira dijo que sus sentimientos hacia la afectada se habían transformado sin remedio, y que aunque ahora sabía que no era su madre quien hablaba sino un virus, había frases que jamás podrían ser perdonadas. ¿Había cometido su madre algún delito o acto vergonzoso? Sí, pero lo imperdonable no era eso, sino algo así como el estilo. ¿Algo así como el estilo? Sí, el locutor, como le dicen, distorsionaba las cosas. Mi madre contó anécdotas monstruosas, cosas de las que yo nada sabía y hubiera preferido no saberlas, pero también contó otras que me eran familiares y en las que incluso yo figuraba. Eran hechos, usted sabe, completamente inocentes, pero el locutor les imprimía un tono ofensivo, y al mismo tiempo, aunque la voz era muy seria, se burlaba. Todo sonaba muy ridículo.... dolorosamente ridículo. Yo no sabía, concluyó -cansado de luchar con las palabras-, si llorar o reír, y al final le di a mi madre una patada. Minutos más tarde, a la vivienda arribó una sobrina de la víctima que, horrorizada (porque la patada se la había dado el hijo a la madre en la cabeza y la cabeza de la madre sangraba en abundancia), procedió a llamar a la ambulancia. Se ha prohibido a la prensa que reproduzca los relatos, calificados por los organismos sanitarios como “altamente nocivos para la conducta”. El único y tosco recurso que se ha encontrado hasta el momento para frenar los desmanes del flagelo consiste en anestesiar la lengua de la víctima. La xilocaina ha desaparecido de las farmacias y los que acudieron nerviosamente a acapararla llevan sus atomizadores en el bolsillo. La aparición del virus se manifiesta por un hormigueo en la lengua que poco a poco se vuelve más intenso hasta que, más que un hormigueo, según testimonian numerosos afectados, da la impresión de que miles de alfileres se clavaran en la lengua, o que un enjambre de avispas se apoderara agresivamente de la misma. Por eso se afirma que el virus comienza con un hormigueo y termina con un avispeo. A los tres días, cuando el avispeo cesa, el virus desaparece, pero la persona no vuelve a ser la misma. No sólo se ha perjudicado la relación con sus congéneres, sino que se ha infringido un daño irreparable a la relación saludablemente respetuosa, señalan los psiquiatras, que la persona mantiene consigo misma. Y esto debido a que las versiones del locutor sobre la vida de sus víctimas en general son pavorosas, aunque también existen testimonios de que en ocasiones no pasan del nivel informativo, pues el locutor perverso no se ensaña igual con todo el mundo, sino que se adapta a los particulares niveles de ignorancia. Un ejemplo de esto último lo encontramos en un señor de 55 años por cuya boca el locutor dijo: “yo no sé inglés”. Esta sencilla frase bastó para que el hombre se sumiera en una grave amargura e ingiriera veneno para ratas, pues al parecer su biblioteca rebosaba de libros en inglés que él además había leído aunque sin comprender una palabra, y aún así ignoraba que su ignorancia del inglés fuera absoluta. Y esta ignorancia le servía para sentirse satisfecho de sí mismo y no ingerir veneno para ratas. Pero en otros casos, se sospecha que el locutor no sólo tergiversa los hechos sino también que los inventa, no se sabe si sacándolos de la verdadera nada o excediéndose en la distorsión hasta alcanzar el grado creativo. Sin embargo, faltan pruebas, y las sospechas son también objeto de sospecha, ya que muchas víctimas afirman al curarse que todo es mentira, con vistas, se presume, a proteger su buen nombre. Un escritor de cierta fama ha declarado ante los medios que los relatos del locutor son humorísticos y que este virus sería muy útil si la gente estuviera dispuesta a reírse de sí misma, pues uno mismo es la mayor fuente de risa que se puede encontrar en este mundo de hipocresía circunspecta. El escritor en cuestión se contagió a propósito poniéndose en contacto con personas afectadas y al recuperar su propia voz aseguró que el locutor había sido indulgente, que apenas le había arrancado una sonrisa ligeramente amarga y que él tenía versiones mucho más ridículas y espantosas de sí mismo. También afirmó enigmáticamente que la única manera de decir la verdad era inventándola. No obstante, no todos tienen la suerte de ser escritores y gozar de una imagen tan deplorable de sí mismos. Las cifras indican que casi nadie sale ileso. Sin ir más lejos, la madre del abogado soltero murió en el hospital esta mañana, no tanto a consecuencia de la patada en la cabeza como a la ineficacia del cirujano que, fascinado por el discurso del chismoso íntimo, perdió la concentración en su trabajo. Por su parte, el hijo se encuentra detenido. También se detuvo al cirujano, aunque fue liberado a las dos horas, gracias a la intervención de un abogado que planteó la imposibilidad de determinar si se procedía legalmente o no al arrestarlo. Abordado por la prensa a la salida declaró lleno de euforia no sentir ningún remordimiento y expresó su gratitud hacia este virus que le reveló, mientras destrozaba a su paciente, aspectos tan interesantes de su persona, pues él siempre se había figurado que carecía por completo de aspectos interesantes. Por eso, añadió, se dedicaba con tanto fervor a su trabajo, pero en adelante se lo tomaría con más calma para cultivar sus aspectos. Este caso, también excepcional, como el del escritor ya referido, confirma una vez más que la actuación del virus no es uniforme. Por desgracia, las excepciones, aunque abundan, siguen siendo excepcionales, y son incontables los suicidios, asesinatos y percances que se atribuyen a esta peste. Fuentes extraoficiales sostienen que el presidente se encuentra en plena fase de hormigueo y que aún así se niega a anestesiarse la lengua o a postergar el discurso televisivo previsto para esta noche a la hora del capítulo final de La mulata ardiente. El redactor de esta noticia interrumpe ahora su informe debido al incremento de un hormigueo en los dedos de ambas manos. En esta última oración (las punzadas son cada vez más dolorosas) que escribe con esfuerzo, desea alertar a los ciudadanos sobre la posibilidad de que el virus también afecte a la expresión escrita, por lo que procederá (¿o será tarde?) a anestesiarse los dedos.

Infancia

Recuerdo un caserón oscuro, un piano y un largo pasillo. En cada habitación vivían dos o tres señoras muy viejas. Yo no había cumplido los tres años. De pronto, por una razón sumamente misteriosa, comencé a sentirme orgullosa de mi dedo índice. En la oscuridad del gran vestíbulo donde esperaba todas las noches a mi madre, me dediqué a observar en silencio mi dedo índice y a encontrarlo dotado de una rara perfección. Cierto día sentí el impulso de mostrarlo y me interné en el largo pasillo. Mis pasos apenas se oían en la alfombra desgastada. Una por una fui llamando a aquellas puertas cerradas. Cuando una se entreabría con recelo, yo levantaba el dedo y sonreía, segura del impacto que produciría un dedo tan perfecto. Las señoras examinaban mi dedo y sonreían. Durante una larga semana repetí este recorrido, hasta que las señoras se cansaron. Entonces, en la oscuridad del vestíbulo cerré los ojos y vi que mi mente estaba sucia. Este descubrimiento me hizo olvidar por completo el asunto del dedo. Ignoro qué relación había entre ambos hechos. Sospecho que ninguna. Cada noche, cuando mi madre llegaba del trabajo, me encontraba sumida en las manchas, los garabatos, el polvo, las fealdades que ensuciaban mi mente. La imagen era nítida y lo abarcaba todo. Apoyaba la cabeza en la tapa del piano y trataba de limpiar mi mente borrando lentamente aquellas manchas. Durante varios minutos me sentía presa de la angustia y me era difícil respirar. Cuando por fin había conseguido limpiar un pequeño trozo, me internaba en una maraña de cosas muertas, trapos, insectos, pelambres, hierros oxidados, formas extrañas, parecidas a gatos, que apretadas unas contra otras, yacían en el basurero de mi mente, como en una selva muy densa. Mis incursiones producían serios disturbios en aquel conglomerado de inmundicias. Las cosas se separaban a mi paso, o mejor dicho, al paso de esa mirada indagadora que penetraba en ellas y trataba de anularlas. El pequeño trozo que yo había logrado limpiar, y al que no sabía cómo proteger, se veía inundado por el lento desparramo de las suciedades. Un día que mi madre me llevaba de la mano, cruzamos una calle de mucho tráfico y mi cartera azul decorada con peces se deslizó de mi hombro. Solté la mano de mi madre y corrí a recuperarla. Un automóvil frenó a pocos centímetros de mi cara. Me quedé mirando el parachoques mientras oía el grito aterrorizado de mi madre. Entonces cerré los ojos y en un instante vacié las suciedades de mi mente. Vi un paisaje blanco, como de nieve, y una línea que me pareció un sendero, deslizándose límpida y vertiginosa por la blancura sin tacha del paisaje. Mi madre me apretó la mano con fuerza para que no volviera a ocurrir lo mismo. Yo sentí aquel estrujamiento de mi mano y me quejé débilmente. Pero en el fondo me sentía poseída por una intensa calma. Ya había cumplido los cinco cuando vi a un hombre en la calle que limpiaba el vidrio trasero de su automóvil con una esponja húmeda. El hombre era meticuloso, pero un pequeño pedacito del vidrio, en forma de triángulo, permanecía sucio, inmune al frotamiento. Levanté el índice para señalárselo, pero el hombre estaba de espaldas y no me veía. Luego el hombre se fue con su automóvil y yo me quedé allí en esa tonta postura. Ya había cumplido los cuarenta, cuando de golpe mi dedo índice se levantó y señaló aquel pedacito sucio del vidrio que ya no existía, como si aún no hubiera logrado resignarse a soportar esa minúscula imperfección, ese olvido. Entonces, mi dedo índice me recordó el caserón oscuro, del que nos habíamos mudado poco tiempo después del incidente de la cartera azul decorada con peces. Y me recordó aquella peregrinación de puerta en puerta, las sonrisas un poco asombradas de las señoras, su alegre recibimiento los primeros días, los halagos risueños y exagerados que le prodigaban a mi dedo, y recordé cómo -pasados unos días- entreabrían la puerta y volvían a cerrarla después de una fingida exclamación de sorpresa, y que a veces me daban un caramelo para que me fuera rápido. Finalmente, recordé que aquellas puertas ya no se abrían y que yo permanecía con el dedo en alto durante un largo minuto. Fue entonces cuando me dirigí al vestíbulo, me senté en el taburete del piano y descubrí que mi mente estaba sucia. Luego vino el incidente de la cartera azul decorada con peces y, años después, vi a ese hombre limpiando el vidrio de su automóvil.

El delegado

Hace tiempo, en una reunión social, me presentaron al delegado. Un hombre flaco, de ojos oscuros, a la vez perspicaces y asombrados. Iba vestido de negro, lo que acentuaba su delgadez. Se mostraba cordial, aunque un poco distante, como si reservara parte de su atención a algún asunto difícil que tenía en mente.

Formábamos un grupo de seis o siete, de pie, con nuestros vasos de whisky, junto a la puerta de un hermoso jardín. Cuando la conversación decayó y el grupo comenzó a dispersarse, me interné en el jardín. El delegado me siguió. Nos sentamos sobre el borde de un muro de piedra a contemplar el cielo estrellado mientras conversábamos sobre cualquier tema, sin prestar demasiada atención a lo que decíamos. Me gustaba este rasgo del delegado: que considerara la conversación habitual como algo ajeno, una especie de ruido que la costumbre torna inaudible. Muy pronto hicimos silencio. No sentí ninguna inquietud, y aunque siempre me cuesta concentrarme en la contemplación el cielo estrellado, disfruté del silencio y de la compañía poco exigente de aquel hombre al que acababa de conocer.

Pasamos varios minutos en perfecta armonía, hasta que el delegado habló. Me sobresalté ligeramente, porque su voz había cambiado. El tono era más bajo, más profundo, con acento de locutor profesional. Las palabras se alargaban con sugestivo letargo. Al mirarlo, encontré sus ojos redondos, opacos, muy cerca de los míos.

Desde ese momento quedé sometida a él, aunque la índole de mi sometimiento no era común. Podría pensarse que se trataba de una situación ideal. Al día siguiente me visitó y sin mayores preámbulos (ni siquiera aceptó una taza de café) se mostró dispuesto a hacerse cargo de las tareas que a mí me resultaban más fastidiosas, como las compras y los trámites. No tuve que ir más al supermercado, ni al banco a pagar cuentas. Disponía de un tiempo precioso, que dedicaba a estar conmigo misma, en perfecto silencio, cuidando unas plantas que me regaló el delegado.

Mientras yo compraba herramientas de jardinería, como palitas y escarbadores, el delegado se ocupaba de la reparación de aparatos domésticos, de la plomería y electricidad, poniendo remedio a gran cantidad de desperfectos. Por fin mi casa funcionaba a la perfección. A mis ojos, era el hombre más útil que había sobre la tierra. No sólo se encargaba de los aspectos más enojosos de mi vida práctica sino que además respetaba mi soledad. Yo le estaba profundamente agradecida. No sabía qué hacer para retribuirle tantos favores.

Nunca supe dónde vivía el delegado, pero siempre aparecía cuando lo necesitaba. Seis meses después de haberlo conocido, se mudó a mi casa. Ya no tenía que cocinar, ni limpiar, ni preocuparme por nada. Las personas que venían a visitarme, y que antes me ponían de muy mal humor, pues soy poco sociable, eran recibidas por él y despachadas por él. También atendía el teléfono como recepcionista experimentado. Con mucho tacto, cancelaba las citas que en un momento de debilidad yo había concertado.

En aquel tiempo yo trabajaba en una oficina de digitalización de planos, donde ganaba un sueldo aceptable. La oficina quedaba en el otro extremo de la ciudad, lo que me obligaba a pasar horas enteras en un tráfico infame. El delegado, que tenía contactos en todas partes, se las ingenió para que la empresa aceptara instalar los aparatos en mi propia casa y un mensajero me trajera los planos y viniera a buscar el material cuando estaba listo. Era una maravilla no tener que asistir a esa deprimente oficina. Aunque a mí, la verdad, me costaba concentrarme en el ambiente nada hostil de mi propia vivienda. Por fortuna, muy pronto el delegado aprendió a digitalizar mapas y se encargó de trasladar los datos a la computadora, con mucha más rapidez y eficacia que yo, ciertamente. Era un trabajo pesado y aburrido y me alegré de librarme de él.

Yo no tenía parientes a excepción de una tía ya muy vieja que vivía en el campo y tenía muchos problemas de salud. La visitaba una vez al mes para llevarle las medicinas que le hacían falta y algunas otras cosas útiles. Un domingo el delegado me llevó en mi automóvil hasta su casita y en pocos minutos entabló con mi tía una relación de mucha camaradería. En adelante la salud de ésta mejoró. El delegado la visitaba varias veces al mes y hasta la sacaba de paseo. Ya no preguntaba por mí cuando llamaba por teléfono. Le contaba al delegado todas las minucias de su enfermedad. El la escuchaba con paciencia y le daba consejos llenos de ternura.

Para entonces yo me pasaba casi todo el día en la cama leyendo y viendo televisión. A las cinco o seis de la tarde me levantaba, regaba las plantas, las podaba, revolvía la tierra con abono, y gozaba del silencio de su compañía (siempre me ha parecido absurdo eso de conversar con las plantas y desaprovechar la oportunidad de una relación en la que no hay que decir tonterías a cada momento. En este sentido mi relación con el delegado era bastante parecida, sólo que yo era la planta). Lo cierto es que las plantas crecían cada día más frondosas y bellas.

Una tarde me dolía la cabeza de tanto fijar la vista en la pantalla y sentía dolores musculares a causa de la inmovilidad. El delegado me dio una aspirina y me dijo que no me preocupara, que él se encargaría de regar las plantas. Y en adelante lo hizo cada tarde, porque ya no pude levantarme.

Un día sentí una extraña flojedad en la mano con la que sostenía el libro. Un instante después el libro cayó al suelo. Ya no pude seguir leyendo. Tampoco los dedos me respondían, por lo que me era imposible utilizar el control remoto para cambiar de canal. El delegado se ocupó entonces de ajustar el volumen y cambiar el canal cuando era necesario, por lo cual le estuve más agradecida que nunca. Y en cuanto conseguía un momento libre de sus muchas ocupaciones y tareas, me leía un capítulo de la novela que yo había dejado a medias.

Estos momentos en los que el delegado me leía comenzaron a ser los más importantes del día, sobre todo a partir del momento en que me resultó imposible abrir los ojos y tuve que privarme de la televisión, al menos en su aspecto visual. Me parecía tener dos enormes vigas sobre los párpados y todos los esfuerzos que hacía por levantarlos resultaban inútiles. También comer era un problema, aunque el delegado me preparaba papillas deliciosas, que me ponía en la boca en pequeñas cantidades y me exhortaba a tragar con palabras amables. De todos modos, no era mucho el alimento que requería mi cuerpo inmóvil.

Generalmente, después de cenar, el delegado me leía algún párrafo de la novela, aunque muy despacio, porque mi mente también estaba fláccida y decaída. Me costaba distinguir las palabras y encontrar en cada caso su significado. Ya no podía hablar, pero emitía un ruidito, parecido a un corto cacareo, para indicarle cuándo debía repetir la oración, pues no la había entendido. Aunque, de todos modos, me gustaba oír la voz del delegado con sus modulaciones monótonas, sin preocuparme mucho del sentido.

Por alguna disfunción que vino a sumarse a las otras, comencé a oír mal. El delegado, con su paciencia infinita, me gritaba los párrafos de la novela muy cerca de la oreja. Poco después dejé de oír.

Ahora me es imposible obtener cualquier información del mundo exterior, y mucho menos (tal como parece que hago) prodigarla, por lo cual es él, el delegado, quien les habla. Pero estoy tranquila, sé que no tergiversaría los hechos y que mis asuntos, de los que he tenido el gran privilegio de librarme, marchan de maravilla.

El perrito

Refiero el caso de cierta señora que acudió a mi con­sulta buscando alivio para una dolencia psíquica intolerable. Desde hacía semanas, dijo, en un susurro, padecía a causa de una encarnizada dis­cusión interior, en la que, pese a sus esfuerzos, había sido incapaz de mediar, opinar o poner orden. Manifestó que no eran sólo dos las partes en pugna sino probablemente más de veinte. Ella no conocía su número con exactitud aunque había tratado de llevar un registro, anotando y designando los dis­tintos timbres de voz y estilos oratorios. Los temas que se discutían eran varios, aunque prevalecía la política, la econo­mía, el tráfico de drogas y el fútbol. La mayoría de los parti­cipantes poseía mucha información y un sustancioso manejo de las cifras, lo cual, me confesó, la exasperaba.

Al llegar a este punto rió estruendosamente, notándosele a leguas, en el vidrioso destello azul verdoso de sus pupilas extraviadas, que no se trataba de una simple risa despreocupada. Anoté esta observación en mi cuaderno y decidí poner en práctica mis conocimientos de hipnotismo. Cuando la señora cayó en trance, incité a las voces a manifestarse a través de su boca. Pronto surgió de allí una algarabía incomprensible acompa­ñada de un minúsculo aullido que me erizó los pelos. No me costó mucho comprender lo qué ocurría. Si, como la señora afirmaba (y yo no tenía motivos para dudarlo), los partici­pantes eran más de veinte, poco podían hacer para expresarse a través de un único conducto.

En ese momento, el oftalmó­logo del consultorio de al lado golpeó la puerta para pregun­tarme si necesitaba ayuda. No me extrañó su aire preocupado. Comprendí que el ruido de veinte o quién sabe cuántos discutidores (más el aullidito) brotando de esa única y pequeña boca resultaba inquietante, y más para alguien sólo acostumbrado a rarezas visuales. Desperté a la señora y le di cita para el día siguiente. Al cabo de una serie de quince sesiones me pareció que los discutidores lograban un principio de orden. Se cedían la palabra durante breves instantes, y en los pocos espacios de silencio verbal aparecían masticaciones, degluciones y otros sonidos poco refinados.

Por un momento, estimé la magnitud de este sufrimiento, que obligaba a mi paciente a convivir día tras día con bestias auditivas. Pude apreciar, sin embargo, que los participantes no hablaban ya de temas abstractos, como la política, sino que se contaban anéc­dotas. La señora confirmó esto último. Con el paso del tiempo había ocurrido una transformación en las voces y en los te­mas. También el lenguaje se había vuelto más ágil y grosero. Ahora la fanfarronería reinaba sin tapujos. Se sienten como en su casa, dijo, y suspiró profundamente.

Dos semanas más tarde yo estaba francamente perplejo. Desperté a la señora y le dije que en su interior ya no se discutía, ni se narraban ridícu­las hazañas, ahora los invasores (como los llamaba ella) can­taban a voz en cuello, prorrumpían en fastuosas risotadas y salvajes ataques de tos. No pude menos que compadecer a mi paciente. Son unos asquerosos borrachos, dijo ella. Y así era. Algunos días después la fiesta comenzó a declinar. Sólo unas pocas voces roncas, deformadas por el alcohol y el can­sancio, brotaban de su garganta hipnotizada. Más tarde sólo quedaba un borracho hablando con algo que respondía a su intrincada sarta de tonterías con agudos aullidos y chillidos. Pobre animal, fue lo único que comentó la señora, y frunció la boca con disgusto.

Cuando este último borracho cayó, por la garganta magnetizada se dejaron oír ciertos ronquidos espas­módicos, sumados a los ruidos normales de un perrito. Ras­queteos, gruñidos, olisqueos y algún débil ladrido de vez en cuando. Al cabo de un mes, los ladridos ya eran feroces y brotaban de la garganta de la señora en cuanto yo, con dos o tres pases, la sugestionaba. Debo confesar que me atemoriza­ban, pues obviamente el perro era consciente de mi intromi­sión, y que inducía el despertar de la paciente casi de inme­diato, para evitar también el golpeteo característico del oftal­mólogo, que sospechaba de mí, aunque no me imagino qué sospechaba.

En cierta ocasión, aprovechando la ausencia del oftalmólogo, que se hallaba ­en cama con gripe, me propuse -y logré con gran esfuerzo- vencer el miedo. Me dije que, al fin de cuentas, por más ferocidad que transmitiera, el ani­mal no podía hacerme nada, pues pertenecía a la esfera sonora de la interioridad de mi paciente. La mantuve, pues, hipnoti­zada, y escuché con atención. El perro, que al detectar mi pre­sencia comenzó a ladrar furiosamente, pareció calmarse de inmediato para dedicarse a la tarea de olfatear aquí y allá al­guna cosa. Luego oí un gruñido pavoroso y una carrera en la que al principio las patas resbalaron sobre lo que imaginé unas baldosas pulidas.

Entonces oí el chasquido, la ruptura, el des­cuartizamiento brutal de una garganta que supuse humana y el choque de un fardo contra el suelo. Aquí la intensidad del miedo me obligó a sacar a la señora de su trance. Para mi sorpresa, abrió los ojos y sonrió con una placidez desconocida, un nuevo rostro sereno y luminoso. Y al percibir en mi cara las contracciones aún frescas del horror que había vivido, extendió el brazo y me dio unas palmaditas en el hombro. Le referí, angustiado, el peligro de su estado interior, que para mí se había agravado con la presencia del perro asesino. Pero la sonrisa serena persistía. Un ser probablemente humano, insistí, casi indignado, acaba de ser aniquilado en su interior. ¿No se da cuenta?

Sí, se daba cuenta, pero estos crímenes ocasionales no eran nada en comparación con aquellas fiestas vulgares y estridentes que la habían llevado a mi consulta. En realidad, le había tomado afecto a este animal que defendía con tanta ferocidad su territorio. Yo soy su territorio, afirmó con gran orgullo, mientras se incorporaba y se dirigía hacia la puerta. Antes de salir me entregó un cheque y me comunicó que ya no necesitaba mis servicios.

La flecha del tiempo

Que yo sepa, mi infancia fue una época gobernada por la más severa geometría poética. Recuerdo con nitidez el jardín del suburbio en que vivíamos atravesado por un fantasma: una línea quebrada, discontinua, formada por guiones, como las que indican lo que no se ve de un objeto dibujado en dos dimensiones. ¿Qué eran estas apariciones? Eran formas de mi vida futura que venían a investigar su pasado, incertidumbres ávidas de antigüedad, de algún trasto que les permitiera saber quiénes eran. ¡Como si los trazos inseguros de la memoria soportaran alguna identidad o siquiera una débil semejanza! Recuerdo también el desdén que me producían y cómo, cuando mi tía abuela era traspasada por ellas y se descomponían sus facciones, se desconstruían sus planos y emprendían una caída libre, vertical o inclinada, me echaba a reír para ocultar ante mis amigos (y ante mí misma) el embarazo de tener una tía abuela cubista.

Fueron épocas duras y raras. Pronto desistí de los amigos y mi lucha por engañar a los fantasmas del futuro (o investigadores del pasado) se convirtió en la más importante de mis actividades. Salía al jardín después de la merienda y comenzaba la farsa. Mi tía abuela, que según el resto de la familia no andaba muy bien de la cabeza, me ayudaba con su extraordinario ingenio. Entre ambas fingíamos alegrías y tristezas, rabias y amores. Hablábamos de lo que estaba ocurriendo, y en todo mentíamos, inventábamos, o más astutamente, desmentíamos acontecimientos ciertos o trastocábamos hábilmente su secuencia. Las líneas punteadas se embebían de aquella confusa información y regresaban una y otra vez para tratar de aclararse los recuerdos. Acudían los fantasmas de los veinte años con sus fijaciones simplistas, los desconcertados fantasmas de los treinta, los tensos cuarentones, y también algunos de edad difusa con interrogaciones raras y meditativas. Venían incluso paisajes del futuro (paisajes que yo vería: mares huracanados donde naufragaba una cabecita de perro o un pino visto a través de una ventana enrejada o una gasolinera en el desierto a las tres de la mañana o páramos magnéticos de niebla silenciosa o un salar infinito que era espejo del cielo), venían a superponerse con este jardín suburbano del pasado, en que mi tía abuela y yo lo falsificábamos todo, o casi todo, porque nunca pretendimos engañar a un paisaje, que es una entidad que no indaga, sólo se muestra, y vive en la soledad más rigurosa. Ni mi tía abuela ni yo entendíamos estas visitas (por suerte escasas) que con su belleza cruda nos ponían siempre al borde del llanto.

Una tarde, al volver de la escuela, me apresuré a terminar mi merienda y salimos. Nos extrañó encontrar el jardín vacío, pues a esa hora siempre había varios fantasmas esperando. Sentimos cierta ansiedad, cierta impaciencia. Ya estaba oscureciendo cuando vimos aparecer una línea punteada muy débil que avanzaba con lentitud desde el fondo. Era una diagonal trazada sobre un plano ondulante. Parecía al borde de la muerte. Permaneció a bastante distancia de nosotras, ausente y distraída, como si no le interesaran nuestros juegos. La tía abuela y yo teníamos preparada una escena de muy logrado histerismo, pero nuestros gestos, nuestras frases, todo sonaba tan hueco ante la esquiva serenidad de su presencia, que hicimos silencio.

La línea diagonal se acercó temblorosa por el aire y se inclinó hacía mí, doblándose por el centro y formando un ángulo recto cuyo vértice apuntaba al cielo del crepúsculo. Me estremecí, pero no atiné a moverme. Sólo mi mano resbaló por la tela a cuadros de la falda plegada de mi tía abuela, que un segundo después huía despavorida hacia la casa con una agitación entrechocada de cuadros rojos y grises. La punta de una de las líneas quebradas de la aparición me inspeccionó con agudeza. Contuve el aire, soporté un examen detallado. A través de sus ojos vacíos (sus no ojos) vi los míos desmesuradamente abiertos. Escuché un ligero clic, como si el ángulo del futuro me sacara una foto y comprendí, aterrorizada, que el espectro había descifrado el secreto de su infancia, y que se llevaría consigo, hacia la muerte, la imagen de una niña burlada.

Lancé un grito de angustia y comencé a dar manotazos. Los seniles guiones se dispersaron en el aire y cayeron como una llovizna sobre el césped. La noche se definió, no había viento, los ruidos de la autopista se amortiguaban en la espesura gris de las tapias —que limitaban las casas suburbanas con sus rebordes de vidrios verdes y blancos—, y se distorsionaban en un lenguaje lento, de torpe ritmo aserruchado. Un perro husmeaba las rejas de las casas y cruzaba la calle con un trote ligero. En la esquina, las luces del supermercado le incrustaron sus azules metálicos. Era un perro flaco, de orejas caídas. Antes de doblar la esquina se detuvo y olisqueó el tronco de un árbol.