La anciana

Una mañana se me ocurrió mirar hacia el futuro. Vi a una anciana sentada en una cama moviendo los labios. Me pareció que le hablaba a una mesita o tal vez a un pañuelo que estaba sobre la mesita. Hasta ese momento, yo había tenido una idea muy vaga del futuro. Me veía, por ejemplo, rodeada de nietos en una soleada casa de campo. Pero esta vez la imagen era nítida: no había nietos ni casa de campo. La habitación estaba a oscuras. La vieja alargó el brazo y con la mano huesuda se apoderó del pañuelo. Este movimiento le hizo perder el equilibrio y cayó al suelo. No pareció desanimarse. Con el pañuelo se sonó la nariz y siguió murmurando. Era imposible comprender lo que decía. Suspendí la visión de mi futuro para atender algunas obligaciones. Cuando llegó la noche me acosté en la cama y volví a mirar hacia el futuro. Esta vez el rostro de la anciana estaba en primer plano mirándome con una sonrisa. Me saludó cariñosamente y me ofreció una taza de té. Le dije que no me gustaba el té así que me ofreció una coca cola. Acepté. En seguida su cara desapareció del primer plano, la imagen mostró un pasillo oscuro, luego una puerta y por fin una nevera. Cuando la anciana se dio vuelta para entregarme la bebida me di cuenta de que mis manos no podían recibirla. De todos modos extendió el vaso y lo dejó en el aire. Un segundo más tarde la imagen mostraba un vaso estrellándose contra el suelo. Las luces de la casa se encendieron y apareció una señora muy antipática que insultó a la anciana, la llamó loca, y la arrastró hasta su habitación. Al día siguiente, aproveché un momento que tenía libre para visitar a la anciana. Se alegró mucho de verme. Quiso presentarme a unas personas que la acompañaban y que me miraron sin verme con aire de preocupación y de recelo. Uno era un médico, otra una amiga de la infancia. La tercera era la señora antipática. La anciana les explicó que yo era ella misma que había ido a verla desde el pasado. La amiga de la infancia (otra anciana) trató de sonreír y me saludó con la mano. La señora y el médico se miraron brevemente, luego levantaron los ojos al techo. Al rato se fueron. Pasé la noche sin dormir mirando a la anciana. De tanto en tanto abría los ojos y sonreía al constatar mi presencia. En cierto momento sentí una ligera angustia, intenté tomarle la mano, pero no pude. A la mañana siguiente, cuando la señora antipática entró con el desayuno, tiró la bandeja, sacudió violentamente a la anciana sin obtener respuesta, emitió un sollozo brusco, cortante, y se dejó caer en el suelo frente a mí con la mirada perdida. Me quedé mirando su mirada perdida tratando de adivinar en qué pensaba. De pronto, me miró sobresaltada, abrió la boca, dijo: ¿mamá? No respondí nada, desvié apenas la vista para desenfocarla. Al rato se levantó y se retiró de la escena. Me quedé algunos minutos más mirando la taza y el plato rotos sobre el suelo, una tostada en medio de un charco de café con leche. Cuando volví al presente estaba muy cansada, pero ya era de día y tuve que levantarme para ir a la escuela.

Menoscabo

Desde el balcón una maravillada pareja de enamorados observaba el mundo que por fin, esta vez sí, se acababa, mientras los dedos entrelazados de sus manos, siendo del mundo, también se acababan, y se acababa el balcón mientras se acababa la maravillada observación del mundo acabándose. Pero ocurrió que el giro de sus cabezas para mirarse por última vez a los ojos quedó inacabado, que más allá, en alguna calle, la inconclusa trayectoria de una bala no mató a un hombre, y el mundo tuvo que aceptar de mala gana este pequeño menoscabo final de su acabamiento.

¡Ay!

Yo antes era una señora deprimida, sin ánimo, con un gran vacío en el alma. En cierta ocasión aislé una molécula, la introduje en un caldo y esperé con paciencia. Al cabo de una semana de intensos cuidados y desvelos, del caldo salió otra señora, se sentó en el sofá verde que da a la ventana y me pi­dió un café. Nos hicimos muy amigas. Pero pronto ¡ay! la conversación languideció y el café se puso frío en la taza. La señora bostezó, yo comencé a mover un pie nerviosamente, nos miramos. En los ojos de la señora descubrí un brillo mal­vado. El silencio se impuso totalmente. Ella estaba ahí, con las piernas cruzadas. Yo daba vueltas por la habitación. De vez en cuando la miraba, ella respondía a la mirada, pero sus facciones cambiaban, se volvían duras y afiladas. Por fin, me fui a dormir, me fui y la dejé sola. Desperté en medio de la noche y oí voces. En el sofá verde la señora, o aquello que una vez fue una señora, se había convertido en un raro ser geométrico, una especie de figura cubista en movimiento. Hablaba con algo parecido a ella, pero más puro, de líneas menos complicadas. Sus zapatos de tacón, noté con asombro, parecían signos radicales. Horas después ya mi señora no existía (así como –supongo- yo tampoco existía) y, en la sala de estar, un círculo muy elegante conversaba con un hermoso triángulo. Después, no miré más. Me di cuenta –no sé si con tristeza o con rabia- de que yo había sido un eslabón, ya des­echado, en el proceso de geometrización de las señoras.