Novela Rosa

Cuando mi mamá me trajo al mundo mi naturaleza estaba llena de gérmenes impredecibles que podían desarrollarse con el tiempo y convertirme en algo. Al principio miraba las cosas de manera oblicua, en parte por propensión a la desconfianza, en parte por la novedad de las mismas. Pero con creciente claridad fui advirtiendo que eran ellas, las cosas, las que me observaban, y que yo sólo trataba de esquivar su escrutinio constante. En sus ángulos notaba señalamientos que peligrosamente se iban acentuando. Todo apuntaba hacia mí. Yo era un camino por el que, llegado el momento, pasaría en tropel el mundo circundante, o tal vez un boquete por el que las cosas huirían hacia su anhelada desaparición. Porque entre los objetos del mundo se corría la voz ­de que yo era la salida. Todo parecía a punto de precipitárseme, todo mostraba la misma golosa codicia hacia mí. Cerré los ojos, los puños, pero no ocurrió nada. La urgencia del instante se demoraba. Comencé a oír esa música tensa, anunciativa, una y otra vez, con sus notas de absoluto final, una y otra vez, hasta que los platillos exhaustos rodaron con estrépito y desfalleció su apremiante reverberación.

Luego mi organismo entró en un período de estupor. Mi cerebro sufría convulsiones frías, rápidas, húmedas. Mi pecho vibraba. Con el tiempo, me acostumbré. O creí acostumbrarme. Vino una larga etapa de oscuridad en la que realicé todas las actividades propias de los humanos. Estudié, trabajé, creo incluso haberme casado. Y en todo me destaqué como cualquiera.

Me hallaba aparentemente instalada en la normalidad, pero las vibraciones no cesaban. Y cuando volvió la luz habían pasado tantas cosas de las que no tenía ni idea que encontré difícil adaptarme. Opté por una actitud indiferente, casi hostil, un manifiesto desprecio hacia el encadenamiento de los hechos, al que suponía falaz. Pero esta actitud encerraba mi decepción y mi asombro.

Yo era, en ese tiempo, una persona cualquiera que realizaba actos. Estos se hallaban fundados sobre nociones abstractas, que suponían la consecución de una meta. Y esta fue una de las primeras cosas que me sorprendió cuando despertó mi conciencia. Me refiero al extraño concepto de meta, que me obligaba a un cierto tipo de actos. El problema, si es que puedo expresarlo, consistía en que tanto los actos como la meta me resultaban ajenos. Y no sólo ajenos. Yo permanecía completamente al margen de ellos, como un espectador casual y desinteresado. Esta situación me disgustaba, así que traté de indagar un poco en aquellas nociones, con la esperanza de acoplarme a ellas y de sustentarlas con la plenitud de mi presencia.

Con este fin me inscribí en un curso de filosofía, sin apercibirme de que una nueva noción, no menos vaga, me imponía la meta de conocer el significado de mis nociones. Pero aquí, aunque dedicada a una tarea abstrusa que exacerbaba mis vibraciones, me hallaba yo por entero, entregada al laberinto de mi ignorancia.

Aquellos cursos dictados por seres ininteligibles creaban en mí un estado de confusión iluminada. Mi mente correteaba sin descanso tras la huellas de algo que se escabullía con una destreza maligna. Yo, sin embargo, sentía (pues lo intelectual no era mi fuerte) por este algo un fervor lleno de esperanza, y aunque las vibraciones aumentaban y mi salud empeoraba día a día, no caía ni por un instante en el desánimo ni consideraba que mi persecución fuera inútil. Por otra parte, mis notas eran pésimas. Y esto se debía, en parte a mi poca pericia intelectual, en parte a que yo buscaba, en aquellos textos jeroglíficos y en aquellas palabras llenas de misterio que salían de las bocas de los profesores, yo buscaba, digo, mi algo.

Recuerdo, en particular, el estado de delirio en el que me sumergió la lectura de la Monadología. Entre el señor Leibniz y yo existía sin duda un desfase, algo que me impedía acoplarme a él (aunque realizaba esfuerzos cuantiosos por imaginar lo que decía) y algo que le impedía a él, a Leibniz, acoplarse a mí. Tardé días enteros intentando comprender la palabra Dios, la palabra ventana, la palabra simple, hasta que la desesperación me obligó a traducirlas todas por la palabra algo. Y así, moviéndome ya en terreno familiarmente ignoto, me pareció que descansaban mis nervios. Pero este descanso fue ilusorio. Después de presentar el examen, en el que salí mal como siempre, me hallé perseguida por la palabra mónada. De nada valieron mis esfuerzos por convertirla en algo. Cuando la mónada no me atormentaba en la vigilia me atormentaba en el sueño, siempre con su terrible terquedad y su insistencia en permanecer tal cual era, con su impenetrable simplicidad llena de mundo.

Me creí derrotada y por un tiempo dejé de asistir a los cursos. Pasé meses en cama frente al televisor, soportando de vez en cuando la visita de parientes preocupados por mi salud mental y mi alimentación. Si alguien apagaba el televisor con fines higiénicos, en mi mente se presentaba la mónada, y un sinnúmero de vibraciones irradiaban desde mi pecho hasta la última fracción de mi organismo. Entonces, como en un principio, las cosas comenzaban a mirarme con una torvedad insoportable. Pero ya para aquel momento yo sabía lo que buscaban: buscaban monadizarme.

Un día mi mamá tomó una medida más drástica. Con la ayuda de alguien, tal vez un empleado, se llevó el televisor y me dejó sola en mi apartamento con la mónada. ¿Se puede decir que esta mónada, a diferencia de otras, poseía un particular empeño proselitista? Lo cierto es que así como antes yo perseguía algo que se me negaba y escurría, así la mónada me perseguía a mí, queriéndose apropiar de mi naturaleza e induciendo a lo que aún era para mí el mundo exterior a metérseme dentro. Pero mi naturaleza, y los gérmenes impredecibles que contenía, decidieron dar un golpe de gracia. De pronto, y sin que mediara relación de causa y efecto, ante mí apareció un proyecto definido, un proyecto cuya noción se hallaba fundada en mi plena y absurda naturaleza, y que por lo tanto no necesitaba ser comprendida.
Parecerá disparatado lo que digo, pero la mónada, que había resistido toda clase de tratamientos psiquiátricos, tanto químicos como discursivos, desapareció el día en que decidí (por definición abrupta de un germen) convertirme en escritora gay. No me pregunté de dónde salía esta voluntad férrea, de la que no había antecedentes, ni en qué consistía, simplemente me entregué a la tarea, aunque ante esta nueva y fabulosa meta las vibraciones redoblaran su acoso.

En adelante, y durante años, sin preguntarme por qué este germen tenía tanta fuerza, luché por convertirme en escritora gay. Pero un día hube de desistir al encontrarme con las manos vacías. No sólo nunca había escrito nada, ni siquiera una reseña para la revista del postgrado en el que seguía reprobando materias, sino que jamás había tenido relaciones íntimas con una mujer.

Con toda la fuerza de mi conciencia, que había crecido y se había ramificado sin objeto, una tarde me sentí fracasada y el fracaso me tranquilizó brutalmente. De pronto las vibraciones cesaron. No desaparecieron sino que fui engullida por ellas. Me masticaron con sus ritmos rápidos, irritantes, sus jugos corrosivos. Ahora nos movíamos al unísono. Yo iba con ellas en un galope sonámbulo. Me quedé sentada en una silla bastante cómoda hasta que se hizo de noche y en la habitación oscura entró mi mamá. Traía una cartera negra de charol y un dedo en el aire. Ese dedo revoloteaba en la penumbra buscando el interruptor de la luz. Me levanté sin hacer ruido y le arrebaté la cartera. Pero como opusiera resistencia le propiné un tremendo golpe en la cabeza. Estuvo meses en coma y se la sometió a una complicada neurocirugía. Yo fui muy criticada por la prensa. Se me llamaba “hija desnaturalizada”. Y en vista de que había utilizado el dinero que encontré en la cartera de mi mamá para comprar cerveza, se me acusó de ladrona y alcohólica.

En la cárcel conocí a una mujer de nombre poco original: Rosa. Pero la mujer suplía con creces la poca originalidad de su nombre. A menos, eso creía yo entonces. Por primera vez el deseo se convirtió para mí en algo importante. Ella había sido acusada de crímenes que no había cometido, y en eso se diferenciaba de mí. Concretamente había sido acusada de matar a su marido. Pero su marido venía a visitarla todos los sábados. Y era cierto: allí aparecía, cada sábado, un marido flaco, barbudo, que emitía destellos grises, un marido no muy perceptible, pero en estado de no muerte. La indignación se apoderaba de mí y de las demás presas cuando lo atisbábamos en el salón de visitas. La inocencia de Rosa tenía el vigor y la potencia de una evidencia absoluta. Aunque si hubiéramos tenido que juzgarla sólo por sí misma, por el desánimo de sus ojos vacunos, por el desánimo, repito, de sus ojos vacunos en contraste con sus manipulaciones sensuales, la hubiéramos encontrado culpable de cualquier cosa, aunque las evidencias de lo contrario se amontonaran ante nuestros ojos.

¡Ah! Porque por una vez la justicia no se había equivocado. Rosa era culpable, y la justicia lo sabía, aunque en su torpeza, su ineptitud metodológica, no había encontrado más pruebas que estas débiles y falsas pruebas, y sus acusaciones se topaban con ese muro de realidad o de cuasi realidad que era la figura viviente del marido visitante. No sé qué hubiera sido de mí de no haber caído en este fanatismo de la inocencia de Rosa. Qué rumbos hubiera tomado mi existencia. Pero en el corazón de cada presa latía un motín y una ansiedad y un terror y un terrible deseo de ella. Las imprecaciones, las invectivas, los denuestos, alternados con esfuerzos más formales y burocráticos, los comunicados apelatorios redactados en un lenguaje tosco hecho de furia amorosa... Pero desde un primer momento, Rosa me dio indicios de que todo era un juego. Eran pamplinas. En la oscuridad de la celda acomodaba sus trapos para dormir, porque casi siempre dormía, y sonreía entre bostezos ante el ambiente respetuosamente revolucionario que dejaba en vela.

Un día me cansé de andar en puntillas defendiendo su escandalosa causa, me aproximé a su catre sin importárseme un bledo perturbar su sueño (que hasta las carceleras consideraban sagrado), me arrojé sobre ella y la besé obscenamente en la boca. Para mi sorpresa, no opuso resistencia. Por el contrario, de su boca salió una lengua voraz que se apoderó de mí como un tentáculo. Sus manos, que yo creía frágiles, hicieron de mi cuerpo una piltrafa que ella hundió en el catre y utilizó para su abusivo provecho. Esto sí que era algo nuevo. Quiero decir, en mi vida. Comencé a extinguirme de placer. Las demás presas rondaban como bultos, cuchicheando, desoladas, mientras yo sentía crecer un goce traidor. Esta manera de gozar traidoramente se convirtió después en la razón de mi vida. Después, quiero decir, cuando salimos de la cárcel, gracias a los empeños del marido no asesinado y de mi mamá que no creía verdaderamente en mi culpa, y que al recuperarse del colapso alegó ante un juzgado que yo la había confundido con un intruso, y nos convertimos en unas mujeres sencillas, estudiantes de filosofía, que fumaban cigarrillos con los labios pintados.

Hasta ese momento yo creí haber visto cumplido el desarrollo de uno de mis gérmenes, o de la mitad de él: la mitad gay, y así se lo hice saber a mi amante, con una satisfacción muy poco cautelosa, ya que Rosa no sólo no se consideraba mi amante sino que aborrecía la homosexualidad, haciéndola objeto de mofa y vilipendio. Lo que había ocurrido entre nosotras en aquellos catres penitenciarios y luego en superficies más amplias y mullidas, a espaldas siempre del no muerto, y con el consecuente sobresalto, eran actos cuyo acontecer se hallaba desgajado del sujeto, o actos que transcurrían también a espaldas de la realidad. Por eso, cuando me envanecí de haber cumplido con la mitad de mi germen, Rosa me espetó una carcajada. Porque yo tampoco era gay, yo era simplemente un monstruo. Con monstruo quería decir: esa torvedad de mis ojos en el vértigo de sus senos, que no podía dejar de mirar, así como no podía dejar de mirar su sonrisa escueta, fina, no siempre posible, que me devoraba el sueño y me incapacitaba para la vida social. Ah, porque por primera vez me hallaba en estado de mundo circundante, y Rosa era el boquete por el que, yo, cosa, quería introducirme y desaparecer. Proyecto que no parecerá desatinado si se lo piensa desde mi particular interpretación del señor Leibniz en combinación con mis primitivas vivencias infantiles. A todas estas, el marido no asesinado olfateaba mi instinto, balbuceaba burlas aviesas, pero en el fondo no creía que yo estuviera verdaderamente allí.

Debo aclarar que al principio el crimen no tuvo una víctima definida. De hecho, sólo cuando apareció el cuerpo sin vida se supo de quién era. Tal vez me explico mal. Trato de decir que el crimen existía antes de que ningún hecho lo confirmara y que su existir o preexistir no tenía una orientación específica. Cualquiera hubiera podido morir o matar, pues el odio estaba equitativamente distribuido. Por eso, la aparición del cadáver no significó mayor cosa. Aunque para mí fue una sorpresa. Lo cual demuestra hasta qué punto uno conserva su amor propio y su falta de criterio incluso en medio de las más grandes humillaciones. Porque nunca me imaginé que yo fuera la víctima. Incluso ahora, que ya pasó todo, sigo pensando que en realidad no lo era, que el crimen latente, hipertrofiado, tuvo que abandonar su ideación y arremeter contra cualquiera.

Esta vez el marido de Rosa fue condenado a cadena perpetua. Desde el punto de vista de esa mezquina, aunque embrollada lógica jurídica, esta condena era risible. El marido ni siquiera estaba en el país cuando ocurrió el hecho. Y todas las evidencias de índole práctica apuntaban a Rosa. Yo, que estaba allí cuando ocurrió la cosa, sé que fue ella quien me dio muerte. Y lo hizo con indiferencia, como si la excitación del acto se hubiera agotado por anticipado. La justicia, por su parte, tampoco esta vez incurrió en un error descabellado. Así como no importaba quién había muerto, tampoco importaba quién era condenado.

Y todo se hubiera quedado de esta forma si no fuera porque mi mamá, fortalecida por el tratamiento neurológico, decidió vengarse. No puedo entender por qué mi mamá incurrió en esta fe ciega hacia los hechos reales, ya que era inteligente e intuitiva. Es probable que necesitara alguna forma de acción extrema. Y en su calidad de madre conocía exactamente cada detalle de lo que nunca había visto.

Por suerte, el neurólogo que había curado a mi mamá del porrazo, impidió que actuara a tontas y a locas, es decir: que se sumergiera en el caos del mundo exterior. Le propuso una forma sofisticada de venganza que consistía en exhumar mi cadáver y extraer algunos gérmenes. Mi mamá, cuya fe en los gérmenes era nula, se dejó llevar por las ideas de este hombre que en realidad la amaba con locura y por el que ella también había comenzado a sentir cierto interés. Fue así como mi cuerpo, en avanzado proceso de descomposición, fue colocado sobre una mesa metálica y explorado con diversos instrumentos fríos y cortantes.

Y mientras mi mamá paseaba por la sala de espera, fumando y tomando café en un vasito plástico, el neurólogo hurgaba mis restos con creciente desesperación: extrañamente, no había encontrado ningún germen en mi cerebro. Pero cuando me abrió el pecho surgieron, intactas, las vibraciones. Una enfermera del equipo no pudo soportarlas, sufrió una especie de crisis laberíntica y hubo que sacarla a toda prisa del quirófano. Por fin, en uno de los órganos menos frecuentados por los autópsicos, uno de esos órganos prescindibles, que pueden extirparse en vida sin problema, apareció el nido de gérmenes. Una gran cantidad de ellos se hallaba en mal estado. Pero algo podía salvarse. Sin embargo, el neurólogo frunció el ceño al notar que se trataba de gérmenes indefinidos o apenas esbozados. Pero aún así continuó hurgando, hasta que dentro de una célula casi putrefacta, reconoció de pronto el germen ‘escritora gay’ y lo extrajo con cuidado. Luego pasó horas encerrado en un laboratorio preparando una sustancia. Cuando estuvo lista fue al encuentro de mi mamá, que consumida por el ejercicio de pasear nerviosamente, estalló en lágrimas al verlo llegar con un frasquito. Ella sabía que en ese frasquito se hallaba la vendetta, aunque no tenía ni idea del cómo y del porqué, ya que sus conocimientos científicos eran limitados.

En resumen: después de la exploración exhaustiva de mi cadáver que dejó un cúmulo de despojos y sólo una porción ínfima utilizable, con el contenido del frasquito el neurólogo preparó una solución de aproximadamente 3 ml en la que yo me hallaba al 50%. Ya se verá que esta insignificancia que había quedado de mí era en realidad suficiente para cumplir un proyecto aún indeterminado pero lleno de pujanza. El neurólogo volvió a aparecer en la sala de espera y puso en las manos temblorosas de mi mamá una jeringuilla. No dijo nada. Solamente sonrió con una especie de tristeza ardiente. Mi mamá ni siquiera dio las gracias. Sabía que el contenido de la jeringuilla debía ser utilizado cuanto antes para que no perdiera su potencia. Salió a la calle, tomó un taxi, y se encaminó a la facultad de filosofía, donde Rosa, que entretanto había conseguido graduarse, dictaba ahora clases de algo. La divisó desde lejos, en un pasillo, fumando un cigarrillo arrogante.

Desde este instante, el instante en que divisó el cigarrillo arrogante, los pasos de mi mamá en el pasillo perdieron toda relación secuencial. No dio un paso tras otro, no en la forma estipulada. Hubo una continuidad de pasos evanescentes que al final sumaron ningún paso, una aproximación, digamos, casi exacta, a la antesala de la nada. O se puede decir que el tiempo y el espacio quedaron anulados, y que esto mis pocos gérmenes disueltos lo percibieron de una manera que no sabría explicar. Mi mamá, que lo explicó más tarde, enfatizó que aquella anulación se fundaba en la ausencia de sonido. Mi mamá se había metido en lo que por ahí se conoce como el túnel de la muerte, en donde el flujo de silencio, o del sonido que individualiza a otros sonidos para hacerlos audibles, queda interrumpido. Claro que todo esto no tiene en realidad mucha importancia. Lo que tiene importancia es que Rosa llevaba un vestido ordinario de flores azules y amarillas y que unas medias negras de lana muy gastadas le cubrían las piernas hasta las rodillas. Y que, en contraste, debajo del vestido, llevaba una ropa interior costosa y elegante, de complicados encajes translúcidos. De este contraste tuvo mi mamá conciencia cuando le levantó el vestido y le clavó en la carnosa nalga izquierda la jeringuilla. Pero como todo ocurrió en aquella fulminación de las categorías, Rosa no se dio cuenta. Había sido inoculada en completa ausencia perceptiva (ni el más sigiloso mosquito hubiera alcanzado tal destreza). Por eso, cuando más tarde Rosa notó en aquel sitio la presencia de un gran hematoma, se quedó sorprendida, y comenzó a temer, con razón, que se hubiera producido una laguna en la sucesión de los eventos.

Hay que hacer notar que el cuerpo de Rosa era fuerte y que luchó durante horas contra aquellas partículas extrañas, enviando numerosas señales de alerta a su sistema inmunológico, y poniéndoles ingeniosos obstáculos eléctricos que, exteriormente, se traducían en un acelerado parpadeo. Sin embargo, el neurólogo había hecho un buen trabajo. La fluidez de la solución era óptima y aunque todos los gérmenes confusos fueron aniquilados, sobrevivió el más importante, y obligó a ese monumento despótico que era el cuerpo de Rosa a acatar mis restos esenciales.

Ya al día siguiente Rosa se sentó frente a la computadora y comenzó la redacción de este escrito. Su cuerpo tenso, agarrotado, trataba de evadirse, pero el germen dictaba con furia imperativa, y Rosa, poseída por una rabia sorda, copiaba. La rabia de Rosa no sólo se fundaba en el hecho, ya de por sí enfurecedor, de estar siendo dominada por un corpúsculo incorpóreo proveniente de un ser que ella misma había destruido, se fundaba también en el desprecio que le inspiraba todo lo literario, sumado al que le inspiraba todo lo gay. Y estos desprecios no eran vanas opiniones sino estructuras de su personalidad arrolladora. Porque así como lo indefinido era mi marca de fábrica, la suya era la determinación negativa, y su organismo contenía cantidad de anti-gérmenes entre los cuales se hallaba el `anti-escritora gay`, que en este momento se retorcía de asco y de impotencia. Cuando el texto estuvo listo, mi mamá lo secuestró para que cierto honorable abogado lo presentara a una corte en calidad de confesión criminal. La justicia, por supuesto, no dilucidó mayor cosa, pero como el documento iba acompañado de un tratado científico, escrito por el neurólogo, en el que se demostraba la absoluta validez de los métodos utilizados para la obtención de las pruebas, el difuso marido fue liberado y Rosa condenada a cadena perpetua.

En la cárcel, el cuerpo de Rosa gobernado por mi germen, continuó escribiendo textos de esta índole y perfeccionando su estilo hasta lograr maravillas técnicas que obtuvieron gran éxito en el mercado, sobre todo desde que el germen, ya profesionalizado, suprimió toda aburrida mención al señor Leibniz y a mis experiencias personales. El germen también obligó a Rosa a mantener relaciones íntimas con otras presas para conseguir material de primera mano. Y una vez que alcanzó la plenitud de su desarrollo, la gloria literaria gay que tanto anhelaba, mi mamá y el neurólogo, mediante una operación en la que no sólo intervino el bisturí sino también el soborno, sustrajeron el germen del aparatoso cuerpo de Rosa y volvieron a colocarlo en el frasquito. El mismo frasquito que ahora descansa sobre una mesa de la casa de campo donde mi mamá y el neurólogo viven una pasión sencilla y alegre.

El trasplante

Un empresario rico y poderoso pasó diez años atormentado por un recuerdo. Todos los especialistas a los que acudía querían escuchar un detallado relato del recuerdo y escudriñar las emociones que el empresario revivía. Con el lamentable resultado de que al ser revivido y relatado el recuerdo se fortalecía y se afeaba mientras las fuerzas emocionales del hombre se agotaban.
Quiso la buena suerte que en una sala de emergencias, donde se refugió una noche huyendo de la imagen atroz que el recuerdo le mostraba, se hallara un médico bastante joven, aunque de aspecto ajado y macilento. Escuchó con interés la historia del hombre y, reprimiendo su natural curiosidad, no preguntó nada sobre el recuerdo, pues le bastó con saber que era un recuerdo horrible y que su horripilancia crecía al ser contado.
­ Hay que operar, dijo, con firmeza. El empresario asintió inmediatamente. Por desgracia, prosiguió el médico, ningún recuerdo puede ser extirpado, así, alegremente, porque quedaría un hueco en el que caerían los recuerdos circundantes y se desorganizaría toda la memoria. De manera que es necesario colocar en su lugar otro recuerdo de igual forma y tamaño. Lo primero, entonces, es medirlo con precisión y luego encontrar un donante...
Tantos preliminares impacientaron al hombre: ¡No me importa el desorden! gritó ¡Extírpeme este monstruo!
El medico le inyectó un fuerte calmante y ordenó que lo llevaran en camilla a una habitación privada. Al despertar no se frotó los ojos, no preguntó dónde se hallaba, no pensó en café con leche, sino que recordó el recuerdo de inmediato mientras lanzaba terribles alaridos. Pero el médico estaba allí con varios aparatos especiales con los que midió el recuerdo, que resultó enorme, y reprimió la curiosidad de mirar su contenido, esta vez por el miedo que le transmitían los aullidos del paciente. En seguida volvieron a doparlo, para evitar nuevas modificaciones. Sólo faltaba el donante. El empresario había ofrecido una fuerte suma: la mitad de su fortuna. Esa misma mañana se colocaron los avisos y ya al día siguiente, de madrugada, había una larga cola a la puerta de la clínica. De manera un tanto exasperante, es decir, didáctica, se le explicó a cada uno que sólo tenía dos opciones: quedarse con un hueco en el que caerían los recuerdos circundantes o heredar el recuerdo torturante sin saber cuál era, cómo era, pues esto aumentaría su fealdad y su tamaño. La propuesta originó varias reacciones: muchos se retiraron, algunos optaron por el hueco, otros por el recuerdo, y también había un grupito al que no le importaba nada, hueco o recuerdo, lo que sea.
No se sabe muy bien con qué criterio, el médico seleccionó diez donantes y se procedió a sondearles los recuerdos. Se escogió, por fin, a un delincuente, cuya memoria, repleta de escenas violentas y brutales, contenía en medio (como un charco) un gran recuerdo intrascendente. En la imagen aparecía un bombillo apagado colgando de un techo grisáceo o marronuzco, con machas irregulares de humedad bien delineadas. El cable parecía un resorte muy estirado con remiendos de cinta amarillosa. Era del mismo tamaño y forma que el recuerdo del empresario ¡Justo lo que necesitábamos! se alegró el médico. Al ser interrogado, el delincuente dijo: ah, sí, es el bombillo de mi cuarto, y declaró que estaba dispuesto a prescindir de él sin problema, y añadió que no sólo del recuerdo sino del bombillo mismo, que se había fundido hacía años. En vista de que era miembro del grupito al que no le importaba nada, hueco o recuerdo, lo que sea, el medico optó por no transplantarle el maléfico recuerdo, considerando que la anarquía de la memoria de este hombre apenas aumentaría con el extirpamiento.
Desde el punto de vista técnico, el resultado de la operación fue todo un éxito. Desde el punto de vista humano, la cosa es diferente.
En el delincuente, con la desaparición de la imagen del bombillo se agolparon una tras otra todas las escenas violentas. La explicación es simple: el bombillo no pertenecía sólo a un único momento de la vida de este hombre sino que era la acumulación de los intervalos entre un delito y otro. Y estos intervalos actuaban como descansos. Pero siendo la imagen tan anodina y siempre idéntica, el cerebro decidió almacenarla en un mismo lugar de la memoria, que con el paso del tiempo fue creciendo y convirtiéndose en un depósito que contenía todas las vistas del bombillo, como si entre ellas existiera una continuidad perfecta.
Privado de su depósito de intervalos de descanso, que desde el centro de su memoria irradiaba calma hacia las escenas violentas, el delincuente se volvió loco. Ningún medicamento, ni siquiera la anestesia, logró brindarle un segundo de sosiego. Murió de stress a los tres días en medio de un charco de adrenalina que él mismo supuraba por los orificios de su cuerpo. El dinero fue entregado a la madre del maleante, según lo estipulado por éste antes de la operación.
En cambio, para felicidad del joven ajado, desaparecieron los tormentos del empresario. Aunque al principio protestara por la fealdad del panorama (y recurriera con insistencia a la fantasía de llamar a un electricista que colocara allí una bella lámpara, y a un pintor que pintara el techo color ostra), muy pronto se rindió ante la deprimente placidez que transmitía, dándose cuenta de cuán preferible era esta imagen a la que ya no recordaba, y se convirtió en un hombre sereno y reposado, tal vez demasiado reposado.
Dejaron de interesarle los negocios y se retiró a cultivar un huerto al campo. Pero apenas logró esparcir en la tierra dura un puñado de granos, que los pájaros se comieron casi en seguida. Sin poder evitarlo, cayó en una pasividad tan absoluta que era como si estuviera muerto. Hasta que una especie de empleada que solía atenderlo, rociándole directamente en la garganta pequeñas dosis de agua con azúcar, llamó a la ambulancia.
En el hospital unos decían que estaba vivo, otros que muerto, y cuando acudió el joven ajado, murmuró un esquivo diagnóstico: este hombre está vivo, pero muerto.
Ya sea que estuviera vivo o muerto o vivo y muerto, el empresario no estaba inconsciente, sólo profundamente desinteresado. Podía oír las discusiones, podía abrir los ojos un segundo y mirar el techo. Pero el círculo exacto de neón lo perturbaba. Era demasiado higiénico. Así que los cerraba de inmediato para regresar a su transplante, que le llenaba el corazón de letal bienaventuranza.
Así como en el maleante no hacían mella los más potentes calmantes, este hombre permanecía impávido ante los más fuertes excitantes. Nada se podía hacer y nada se hizo.
En cuanto al recuerdo suprimido, el médico, en su momento, tomó la precaución de guardarlo en un hermético tubo de acero. ¿Con qué fin? No lo sabía. Pero siempre había tenido la esperanza de satisfacer su curiosidad reprimida.
Un día se presentó a su consultorio una señora amnésica y llorosa, con una fastidiosa explicación deshilvanada, a la que ella misma puso término afirmando muy segura: “Daría cualquier cosa por un recuerdo”. El médico dudó sólo un instante. Luego le ofreció el recuerdo, alertándola, claro está, sobre el peligro. Pero a la mujer no le importaba nada y la operación se llevó a cabo.
¿Cómo describir lo que sintió el recuerdo al pasar de la oscuridad del tubo estrecho a la memoria blanca y vacía? Pues bien: se sintió a sus anchas, y como por más que se estirara no logró ocuparla toda, se paseaba por ella libremente, contemplando con orgullo la extensión de sus dominios. La señora no se sentía atormentada en lo más mínimo. Por el contrario, era tan feliz como el recuerdo. Sólo el médico quedó decepcionado cuando por fin oyó el relato del recuerdo y no entendió ni una palabra. La explicación es simple: el recuerdo no había sufrido un cambio de contexto que modificara su sentido, sino que vivía absolutamente libre de contexto y por lo tanto libre de sentido.
Como muchas, esta señora envejeció y tuvo nietos. Gracias al joven macilento, también tuvo un recuerdo que contarles. No se piense que aquí volvió el recuerdo a su naturaleza atormentante. Por el contrario, los niños encontraron muy divertida la reiterada insensatez de su relato.

Demiurgo


Más que un psicoanalista soy una bestia. Siendo joven comencé a hacer míos los conceptos, tan míos que ahora resultan irreconocibles. Yo y mis conceptos formamos una mole indiferenciada que se arroja sobre el paciente. Mis colegas, pobres diablos entregados a la rutina clasificatoria, me miran recelosos. Fíjense bien, les digo: cuando un paciente se sienta ahí, frente a mí (no uso diván), yo lo absorbo; en un segundo me apodero de sus fluidos más íntimos y comienza en mí un proceso de apelmazamiento; tosco metabolismo que consiste en el apretujamiento de una cosa cualquiera contra otra, no importa qué contra qué, con el fin de unir mis inmundicias vitales a las del ser que pide auxilio. No falta nunca algún colega que estalle en carcajadas punzantes ante un método tan rudimentario; otros citan a Freud en un susurro mientras se miran la punta del zapato. Solapado gesto de censura que en mí no hace mella. Conozco todos los trucos del anulamiento. Estoy preparado. Una vez alcanzado el apelmazamiento de los fluidos, hablo. No considero necesario escuchar los balbuceos del paciente, para qué, si estoy hinchado de él y poseído por el paroxismo arrebatador de sus moléculas que tratan de huir o se someten o se confabulan para crear estructuras hostiles, en mí, dentro de mí, ajenas a mí, especies de tumores que voy detectando y rociando con jugos acidificantes. Antes de que el paciente se marche le devuelvo todo aquello: extraordinario amasijo que se les arroja en el momento del pago. ¿El resultado? Mis colegas me miran con una mezcla de curiosidad y temor salpicada de miraditas burlonas. Aquí les va: al salir de mi consulta, el paciente se siente como nuevo. Nuevo es una palabra que no entraña juicios de valor, no está sano ni enfermo. El paciente se siente como nuevo porque es nuevo: gracias a mí ha sometido su organismo al caos primigenio y esos restos de sí mismo que le entrego son un origen al que difícilmente, muy difícilmente en mi opinión, le espera otro proceso evolutivo. Se me dirá que es inmoral, que es desalmado (¿se me dirá que es eutanásico?). Ja. Y sin embargo, en este punto, mis colegas se llenan de estupor cuando les digo que en realidad creo en la existencia del alma, un alma que yo extraigo al destruir la cohesión de los fluidos pusilánimes y de la cual me apodero gracias al sublime ejercicio de la palabra. Algunos de mis colegas no pueden controlar una risa nerviosa. Hombres de su talla, refinados, cultos, que leen cuanto papel cae en sus manos, sorprendidos (por mi ojo sagaz) en pleno ademán de quinceañera. Y es que no pueden rehuir una crispación voluptuosa al oírme. Los miro y se sonrojan, indago en sus pupilas esquivas, persigo, penetro, hago estallar, en sus cerebros, una carcajada que desbarata el paupérrimo edificio de autoestima fundado en fingimientos endebles. Un señor tímido (a veces los tímidos son más fuertes) me pregunta qué hago con las almas. Sonrío. Sé que es un moralista. Mi respuesta lo golpea en plena cara, la sangre acude a sus mejillas, los ojos se le avivan, fulguran y retroceden un poco por instinto ante una complicidad tan asequible, pero es mío. Respondo: ¡nada! Yo también me regocijo. Tiene ante sí a un delincuente, un hombre sin escrúpulos, qué más quiere. Le digo: esta profesión es puro desperdicio, y omito la carcajada diabólica que me lo arrebataría, porque es un señor cauto, quizás inteligente, que olfatea el cliché y reacciona negativamente al percibirlo. Y sin embargo, esta omisión lo decepciona, aunque sólo en las capas más superficiales de su psiquis; en el fondo se alegra, tiene un rival, no un mequetrefe. Así estamos ahora, él cree que ha conseguido un objeto de estudio, descriptivo de repudiables tendencias, y además, complejo, cuando le digo: el psicoanalista debe colocarse en una postura que evoca la del polluelo en espera de alimento, aunque en este caso la boca es un órgano expulsor. Entienda usted –prosigo impaciente–, que mediante la palabra, la boca expulsa la cohesión de los fluidos (el alma), cuyo destino es el cielo. Yo no hago nada, señor, yo no soy nada, sólo el humilde vehículo de una devolución impostergable. Constato que ha caído en el asombro y el asombro es la debilidad preverbal en la que todo es masticable. Extraigo sus fluidos asustados, los paladeo, los trago. Soy una mole que excreta su alma preciosista, indagadora, prófuga del más tenue sentido. Ah qué delicia, el cielo se abre para ella, se viste de fiesta esplendorosa, un Sócrates, un genio de la duda, disciplinado, valiente, insobornable. Mis colegas aplauden. Sobre la silla arrojo la sustancia viscosa, irreductible. Un hombre envejecido que se marcha, el pasillo es largo, la noche silenciosa.

Odio

Un señor muy casto, poco hablador, que ama las flores y es profesor de música, odia a una mujer corrupta y amar­gada, fea y seductora, extremadamente hábil en los negocios, enredada, según dicen, en algún asunto político, que carece de escrúpulos, y que a su vez odia al señor que ama las flores, aunque lo odia sin darse cuenta, con absoluta indiferencia, pues a esta mujer no le importan sus propios sentimientos. El profesor de música, en cambio, sabe que la odia, aunque esto no le perturba en lo más mínimo. El odio que se tienen es ligero, poco importante, un odio intrascendente, casi inútil.

Un día se encuentran en una fiesta, una fiesta obligato­ria para ambos, ya que entre el hombre casto y la mujer co­rrupta existe un discreto parentesco, se dan la mano casi sin mirarse y cada uno se sienta en una silla, para conversar con personas por las que ni siquiera sienten un odio moderado y diminuto, personas que se aburren honradamente, igual que la señora amargada y el profesor de música.

Al día siguiente estalla una bomba en la oficina de la mujer seductora, y mientras oye la noticia, el profesor siente un gran temor de regocijarse. Pero ya que el regocijo resulta inevitable, el señor se regocija, aunque cautelosamente, y al mismo tiempo, también se ruboriza. Luego asiste al funeral y estrecha las manos de los familiares de la mujer sin escrúpu­los. Más tarde, al asistir a una fiesta, el señor que ama las flo­res se acuerda de la mujer aquella, y se da cuenta de que el ligero odio se ha esfumado y de que el regocijo ya no existe. En su lugar percibe un módico vacío.

Calceta

Un señor barrigón, hiperactivo, fue condenado a permanecer sentado junto a una vieja tía segunda que hacía calceta. La experiencia, que al principio fue desesperante, tuvo consecuencias felices para ambos. El sobrino segundo aprendió a hacer calceta y su barriga desapareció por completo a raíz de esta dieta sana y tranquila. Cuando terminó la condena, este señor, que había sido Juez de Primera Instancia fue nombrado Ministro de Justicia. En la ceremonia solemne, televisada, el señor aparecía como un hombre sin preocupaciones, bastante delgado. La tía segunda lloró frente al televisor al oír el discurso que le dirigió al pueblo, un discurso en el que el sobrino segundo reprimía mal los bostezos y permanecía ausente de las pomposas palabras que decía. Fue, por lo que se sabe (quedan pocos registros de esta época), un ministro ejemplar que no intervino en nada, o en casi nada, y jamás pretendió hacer justicia. En su enorme despacho, al que prohibía la entrada con un rigor que sorprendía a sus acólitos, el sobrino segundo hacía calceta. Luego ocultaba sus obras en negros portafolios y las guardaba en su casa en un armario con llave. Pocos meses después de aquel acto solemne, la tía segunda murió en su sillón cómodamente (para ese entonces ya ni siquiera hacía calceta). Una sutil sonrisa, que intrigó a la familia, se insinuaba entre las múltiples arrugas de su cara. Al verla, el señor ministro comprendió que esta sonrisa le estaba destinada, y sonrió a su vez, como si sellara un pacto secreto, en el que la tía segunda, sin necesidad de discursos ni ceremonia televisada, lo nombraba su auténtico heredero, el continuador de una obra inocua y silenciosa.

Mudanza

Una mujer soñó que arrastraba un viejo mueble hasta los linderos del sueño y se lo traía a la vigilia. Luego volvió a entrar y salió con un escapulario, un hombre que cultivaba lechugas de mármol y un pequeño dedo abandonado en el suelo de un bar. En su tercera incursión sacó un sacacorchos (extraordinariamente corriente) y una pelea entre su abuela y un policía que la multaba por sonarse la nariz frente a la estatua de un prócer. Luego se sacó a sí misma completamente desnuda leyendo una revista en la sala de espera del dentista. En su sexta expedición, ya sin aliento, se las arregló para encontrar un camión tan infinito como el universo mismo y allí metió todo, excepto el universo mismo, que provisto de voluntad propia y firmeza de carácter, se negó a acompañarla y adoptó un aire desdeñoso. En ese instante sonó el despertador y la mujer corrió a preparar el desayuno de sus hijos. Pero como estaba ofendida y se encontraba de un pésimo humor por el desaire del universo, volcó la leche, quemó el pan, y acusó de estos accidentes a sus hijos. A partir de entonces se dedicó a soñar con un universo vacío al que trataba de convencer, mediante prolongados ruegos y razones, de que la acompañara a la vigilia. Todas tus cosas están allí, le decía, pero sin ti parecen mudas e invisibles. Piensa en lo que sufren, cómo te extrañan. Todas tus cosas lloran amargamente en la vigilia, se sienten solas y falsas, nadie las entiende, y el que se topa con ellas las olvida casi al instante. Pero el universo permanecía inquebrantable y respondía con sarcasmos. Hasta que un día, harto ya de ser un gran vacío, al que regularmente acudía una mujer ruidosa y testaruda, el universo penetró subrepticiamente en la vigilia y se robó todo, incluyendo el reloj despertador, los hijos, el pan quemado, y una especie de marido que encontró en el traspatio. Sólo dejó una mujer dormida en la oscuridad impenetrable de la nada. Esta última (la nada) se negó rotundamente a acompañarlo.