Calceta
Un señor barrigón, hiperactivo, fue condenado a permanecer sentado junto a una vieja tía segunda que hacía calceta. La experiencia, que al principio fue desesperante, tuvo consecuencias felices para ambos. El sobrino segundo aprendió a hacer calceta y su barriga desapareció por completo a raíz de esta dieta sana y tranquila. Cuando terminó la condena, este señor, que había sido Juez de Primera Instancia fue nombrado Ministro de Justicia. En la ceremonia solemne, televisada, el señor aparecía como un hombre sin preocupaciones, bastante delgado. La tía segunda lloró frente al televisor al oír el discurso que le dirigió al pueblo, un discurso en el que el sobrino segundo reprimía mal los bostezos y permanecía ausente de las pomposas palabras que decía. Fue, por lo que se sabe (quedan pocos registros de esta época), un ministro ejemplar que no intervino en nada, o en casi nada, y jamás pretendió hacer justicia. En su enorme despacho, al que prohibía la entrada con un rigor que sorprendía a sus acólitos, el sobrino segundo hacía calceta. Luego ocultaba sus obras en negros portafolios y las guardaba en su casa en un armario con llave. Pocos meses después de aquel acto solemne, la tía segunda murió en su sillón cómodamente (para ese entonces ya ni siquiera hacía calceta). Una sutil sonrisa, que intrigó a la familia, se insinuaba entre las múltiples arrugas de su cara. Al verla, el señor ministro comprendió que esta sonrisa le estaba destinada, y sonrió a su vez, como si sellara un pacto secreto, en el que la tía segunda, sin necesidad de discursos ni ceremonia televisada, lo nombraba su auténtico heredero, el continuador de una obra inocua y silenciosa.
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