Un señor muy casto, poco hablador, que ama las flores y es profesor de música, odia a una mujer corrupta y amargada, fea y seductora, extremadamente hábil en los negocios, enredada, según dicen, en algún asunto político, que carece de escrúpulos, y que a su vez odia al señor que ama las flores, aunque lo odia sin darse cuenta, con absoluta indiferencia, pues a esta mujer no le importan sus propios sentimientos. El profesor de música, en cambio, sabe que la odia, aunque esto no le perturba en lo más mínimo. El odio que se tienen es ligero, poco importante, un odio intrascendente, casi inútil.
Un día se encuentran en una fiesta, una fiesta obligatoria para ambos, ya que entre el hombre casto y la mujer corrupta existe un discreto parentesco, se dan la mano casi sin mirarse y cada uno se sienta en una silla, para conversar con personas por las que ni siquiera sienten un odio moderado y diminuto, personas que se aburren honradamente, igual que la señora amargada y el profesor de música.
Al día siguiente estalla una bomba en la oficina de la mujer seductora, y mientras oye la noticia, el profesor siente un gran temor de regocijarse. Pero ya que el regocijo resulta inevitable, el señor se regocija, aunque cautelosamente, y al mismo tiempo, también se ruboriza. Luego asiste al funeral y estrecha las manos de los familiares de la mujer sin escrúpulos. Más tarde, al asistir a una fiesta, el señor que ama las flores se acuerda de la mujer aquella, y se da cuenta de que el ligero odio se ha esfumado y de que el regocijo ya no existe. En su lugar percibe un módico vacío.
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