Robo

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Yo soy una mujer que no tiene tiempo, sólo espacio. En compensación, la naturaleza me dotó de un órgano que sirve para robarse el tiempo de los demás. Por eso, durante el día, robo un poco aquí, otro poco allá, de manera que me alcance no sólo para completar el día y pasar la noche, sino también para desayunar cómodamente a la mañana siguiente y para seguir robando, porque el robo de tiempo se realiza en el tiempo.
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uno o una

Ocurre a veces ante una situación que uno o una no sabe qué hacer. Uno o una se queda frente a esa situación no digamos de brazos cruzados, pues quedarse de brazos cruzados ya sería tener una idea del comportamiento a adoptar y de la actitud, así que no digamos eso, digamos que uno o una no sigue ninguna fórmula expresiva y que los brazos, las manos, pueden estar quién sabe cómo, de cualquier modo, siempre y cuando este “cualquier modo” no posea un significado, porque esa es la idea, la idea es que no se sabe qué hacer y tanto el cuerpo como la mente deben acatar la falta de significado. En realidad tampoco es probable que uno o una se quede “frente” a la situación, pues sería incómodo quedarse “frente” a una situación incómoda, conviene más quedarse de lado, aunque sin llegar a darle la espalda, porque dar la espalda tiene mucho significado. Así que quedarse de lado es lo correcto, simplemente quedarse de lado sin saber si uno o una de allí pasará a una acción concreta, un enfrentamiento de cualquier tipo, o si quizás, con suerte, imperceptiblemente vaya alejándose de la situación, mientras se dirige muy despacio, con mucha cautela, para no despertar la curiosidad de la propia conciencia, a la interesante posibilidad de conseguir lavarse las manos, sin que uno o una se entere de nada y ni siquiera sienta (es una lástima, pero así debe ser) ninguna clase de alivio, sino que uno o una se encuentra ya, sin solución de tránsito, frente a una situación distinta, que como todas exige cierta concentración para resolverla con éxito y que con suerte esta vez se trata de una de esas situaciones ante las cuales a veces uno o una ya sabe qué hacer o cómo dejarla de lado.

Crimen

Varios años esperó mi mamá, llena de ansiedad y zozobra, a que yo cometiera un crimen monstruoso. Pero pasaban los años, el crimen se demoraba, y mi mamá, harta de esperar y temblar, comenzó a desear que el hecho fatal por fin se produjera, para enfrentar la cosa y salir de eso. Mi conducta, cuando me enfurezco, es bastante violenta. No creo en diálogos, acuerdos y esas zarandajas. Profiero frases militaristas, amenazas bestiales, en un tono capital, definitivo. Mi mamá nunca entendió que se trataba de un estilo oratorio, pomposamente insolente. Aprovechó cierta coyuntura pico de mi teatral ánimo guerrero para tratar de convencerme de que yo estaba a punto de asesinar a mi vecina, por lo cual debía mudarme enseguida. Pero como la inminencia de este acto también se retrasara, acudió ella muy temprano una mañana, empuñando un arma de fuego, y acribilló a mi vecina a balazos. Cuando fui a visitarla a la cárcel la noté muy tranquila.

Delito de cosificación

Yo soy la madre. He cosificado a mi hija en un intento de salir del paso. No entiendo cómo pudo pasarme semejante cosa, tener una hija. A veces me niego a aceptar que esto haya ocurrido, pues ocurrió en mi ausencia, es decir durante un ataque epiléptico. Mi hija se llama Glenda, con este nombre la cosifiqué. Está ahí sentada en la sala sobre la alfombra entre dos butacas, completamente inmóvil, parece una foto. Mi marido está en el patio dándole la espalda a una pared divisoria. Se encuentra de pie, también inmóvil, con el tronco ligeramente inclinado hacia el suelo. Esta inclinación se debe a que mi marido no quiere ser completamente paralelo a la pared, sólo quiere ser “casi paralelo a la pared”. Aquí se ve que mi marido tiene una intención y actúa conforme a ella, es decir, no está cosificado. Otro elemento importante de este mundo lo constituye mi voz interior. No es muy inteligente pero tiene poder, un fenómeno bastante extendido. Su poder consiste en ponerme nerviosa con frases como: ¿y ahora qué vas a hacer? Tiene razón porque mi hija está cosificada, mi marido anda en lo suyo, pero yo ¿qué hago, dónde estoy? Creo que estoy en la cocina. Mentalmente me veo con una gran cara desorbitada, también veo que uno de mis pies, aunque está inmóvil, se halla adelantado, como si mi cuerpo tuviera la intención de caminar, de emprender algo. Pero no es posible hacer nada, no hay continuidad, estoy en una escena simple, detenida, porque el delito de cosificación, dice mi voz interior, se castiga con la parálisis. Ya se ve que no he podido salir del paso, por el contrario, estoy atascada. Nunca he debido ser madre.

¿Qué es una célula?

Una célula es un organismo unicelular, definición que a algunos les parecerá misteriosa y a otros estúpida. Estos últimos háganme el favor de retirarse de la sala, porque hay mucha gente afuera que quiere entrar para enterarse de qué es una célula y las sillas no alcanzan. Pues bien: los que se han retirado, los que han ocupado sonrientemente esos lugares con la ilusión de saber qué es una célula, e incluso aquellos que ríen por lo bajo o cuchichean, los que están serios o ceñudos por el desbarajuste de las entradas y salidas, los que pacientes o impacientes se miran un zapato, y hasta los que tienen la mirada en otro mundo del que nada sabemos, en fin, para abreviar, todos ustedes, son organismos pluricelulares. Si alguien tiene alguna objeción al respecto hágame el favor y se retira porque afuera todavía hay mucha gente curiosa y amante del saber que cree en la sumisión oratoria y no “en la sumisión a la oratoria” que suena mal, cosa que al conocimiento le repugna pues prefiere mil veces la belleza inexacta del sonido a la fealdad exacta del sentido.

En esto último, supongo, estamos todos de acuerdo. No me cabe en la cabeza ninguna posibilidad de divergencia. De todos modos, ahora que lo pienso, es importante recordar, nunca olvidar, que los organismos pluricelulares tienen en común el hecho de ser organismos pluricelulares, eso, y no mucho más que eso, lo cual implica una enormidad de diferencias, consumadas o latentes, en los códigos inesperados que cada pluricelularidad expresa y constituye según sus particulares circunstancias. No es pues impensable que alguien disienta, no es impensable que alguien en este mismo momento disienta de esta pensabilidad del disentir, en cuyo caso le sugiero: abandone su silla.

Llevamos ya casi media hora de conferencia y ¿qué hemos aprendido sobre la célula? Absolutamente nada. Sin embargo, esto no significa que hayamos perdido el tiempo. Las neuronas, que son células, no tienen por ahora ni idea de qué es una maldita célula. Sólo han asistido, asombradas, al constante ir y venir de organismos pluricelulares que ocupan y desocupan sillas de manera caótica y ruidosa. Las neuronas están absortas en tratar de descifrar el mecanismo por el cual estos molestos desplazamientos se producen.

Y ¿esto por qué? Porque comparten un criterio, un criterio, si se quiere, metafísico: el de que todo, incluso este estúpido desorden, tiene un sentido y obedece a un patrón, un esquema, un funcionamiento discernible. La señorita de la mueca, allá, al fondo, puede retirarse. Claro que sí, no me discuta. Sigo: a ellas, en este caso las neuronas, no les interesa qué son, sino ¿qué pasa? En cambio, la señorita del fondo, la de la mueca, que se niega a retirarse, no está dilucidando estructuras conductuales ni fractales, está furiosa. Y tiene razón de estar furiosa, también yo en su lugar estaría furiosa, es decir, si en lugar de ser lo que soy, fuera, como ella, un organismo pluricelular, o mejor dicho: un amasijo incoherente de células, un conglomerado inexplicable de estas cosas que hablan todo el tiempo por teléfono (celulares, se entiende), contándose miles de chismes o pedazos de chismes para enterarse de qué pasa, es decir, un gran barullo al que eufemísticamente llaman “organismo”, y al que se atribuye un género específico (lo cual ya me parece el disparate máximo).

En fin, ya me imaginaba yo que este intento pedagógico iba a fracasar. Yo no sé si me invadió un virus o qué. Lo cierto es que contengo un memo (un memo, como todo el mundo sabe, es un gen cultural) y el mío dice: “predica con el ejemplo”. Y aquí estoy. Antes era, como la señorita del fondo, que se aferra obstinada o sabiamente a su silla, un organismo pluricelular, que se dedicaba día y noche a ese desorden de las chismosas y precarias redes informáticas. Lo cierto es que me entró un agotamiento de tanto parloteo y encontré un conducto, otros dirán: “un error de ortografía genética se manifestó oportunamente”, o: “el código dio un campanazo sinonímico”, o: “nunca te bañarás en el mismo río de significantes”, o qué sé yo cuántas cosas ni quiénes las dirían. Yo encontré un conducto y me fugué, me unicelularicé. Ahora soy unicelular de pies a cabeza y tengo ganas de vivir, de vivir en silencio, de vivir en una sopa de cubito de pollo medio tibia, donde me conservo muy bien gracias al glutamato monosódico, ganas de interactuar serenamente con algunos fideos, tan mansos ellos, es decir, de seguir viviendo tal como antes de entrar en esta sala (y después, claro, de mi fuga) con el fin, ya se ve, bastante absurdo, de predicar con el ejemplo, para exhortar a los tristemente así llamados “organismos pluricelulares” a seguir mi camino, aunque por desgracia desconozco el procedimiento. En todo caso, quizás, alguna célula (tal vez, señorita del fondo, alguna de las suyas) me esté oyendo, y a ella le digo: amiga, si de pronto ves algún conducto, arrójate.

Y ahora, para compensar, si alguien siente alguna duda, objeción, cosquilleo metafórico o lo que sea, tiene mi permiso para quedarse sentado en su silla, con la seguridad de que ha sido, exitosamente o no (cómo saberlo), predicado con el ejemplo.

La anciana

Una mañana se me ocurrió mirar hacia el futuro. Vi a una anciana sentada en una cama moviendo los labios. Me pareció que le hablaba a una mesita o tal vez a un pañuelo que estaba sobre la mesita. Hasta ese momento, yo había tenido una idea muy vaga del futuro. Me veía, por ejemplo, rodeada de nietos en una soleada casa de campo. Pero esta vez la imagen era nítida: no había nietos ni casa de campo. La habitación estaba a oscuras. La vieja alargó el brazo y con la mano huesuda se apoderó del pañuelo. Este movimiento le hizo perder el equilibrio y cayó al suelo. No pareció desanimarse. Con el pañuelo se sonó la nariz y siguió murmurando. Era imposible comprender lo que decía. Suspendí la visión de mi futuro para atender algunas obligaciones. Cuando llegó la noche me acosté en la cama y volví a mirar hacia el futuro. Esta vez el rostro de la anciana estaba en primer plano mirándome con una sonrisa. Me saludó cariñosamente y me ofreció una taza de té. Le dije que no me gustaba el té así que me ofreció una coca cola. Acepté. En seguida su cara desapareció del primer plano, la imagen mostró un pasillo oscuro, luego una puerta y por fin una nevera. Cuando la anciana se dio vuelta para entregarme la bebida me di cuenta de que mis manos no podían recibirla. De todos modos extendió el vaso y lo dejó en el aire. Un segundo más tarde la imagen mostraba un vaso estrellándose contra el suelo. Las luces de la casa se encendieron y apareció una señora muy antipática que insultó a la anciana, la llamó loca, y la arrastró hasta su habitación. Al día siguiente, aproveché un momento que tenía libre para visitar a la anciana. Se alegró mucho de verme. Quiso presentarme a unas personas que la acompañaban y que me miraron sin verme con aire de preocupación y de recelo. Uno era un médico, otra una amiga de la infancia. La tercera era la señora antipática. La anciana les explicó que yo era ella misma que había ido a verla desde el pasado. La amiga de la infancia (otra anciana) trató de sonreír y me saludó con la mano. La señora y el médico se miraron brevemente, luego levantaron los ojos al techo. Al rato se fueron. Pasé la noche sin dormir mirando a la anciana. De tanto en tanto abría los ojos y sonreía al constatar mi presencia. En cierto momento sentí una ligera angustia, intenté tomarle la mano, pero no pude. A la mañana siguiente, cuando la señora antipática entró con el desayuno, tiró la bandeja, sacudió violentamente a la anciana sin obtener respuesta, emitió un sollozo brusco, cortante, y se dejó caer en el suelo frente a mí con la mirada perdida. Me quedé mirando su mirada perdida tratando de adivinar en qué pensaba. De pronto, me miró sobresaltada, abrió la boca, dijo: ¿mamá? No respondí nada, desvié apenas la vista para desenfocarla. Al rato se levantó y se retiró de la escena. Me quedé algunos minutos más mirando la taza y el plato rotos sobre el suelo, una tostada en medio de un charco de café con leche. Cuando volví al presente estaba muy cansada, pero ya era de día y tuve que levantarme para ir a la escuela.

Menoscabo

Desde el balcón una maravillada pareja de enamorados observaba el mundo que por fin, esta vez sí, se acababa, mientras los dedos entrelazados de sus manos, siendo del mundo, también se acababan, y se acababa el balcón mientras se acababa la maravillada observación del mundo acabándose. Pero ocurrió que el giro de sus cabezas para mirarse por última vez a los ojos quedó inacabado, que más allá, en alguna calle, la inconclusa trayectoria de una bala no mató a un hombre, y el mundo tuvo que aceptar de mala gana este pequeño menoscabo final de su acabamiento.

¡Ay!

Yo antes era una señora deprimida, sin ánimo, con un gran vacío en el alma. En cierta ocasión aislé una molécula, la introduje en un caldo y esperé con paciencia. Al cabo de una semana de intensos cuidados y desvelos, del caldo salió otra señora, se sentó en el sofá verde que da a la ventana y me pi­dió un café. Nos hicimos muy amigas. Pero pronto ¡ay! la conversación languideció y el café se puso frío en la taza. La señora bostezó, yo comencé a mover un pie nerviosamente, nos miramos. En los ojos de la señora descubrí un brillo mal­vado. El silencio se impuso totalmente. Ella estaba ahí, con las piernas cruzadas. Yo daba vueltas por la habitación. De vez en cuando la miraba, ella respondía a la mirada, pero sus facciones cambiaban, se volvían duras y afiladas. Por fin, me fui a dormir, me fui y la dejé sola. Desperté en medio de la noche y oí voces. En el sofá verde la señora, o aquello que una vez fue una señora, se había convertido en un raro ser geométrico, una especie de figura cubista en movimiento. Hablaba con algo parecido a ella, pero más puro, de líneas menos complicadas. Sus zapatos de tacón, noté con asombro, parecían signos radicales. Horas después ya mi señora no existía (así como –supongo- yo tampoco existía) y, en la sala de estar, un círculo muy elegante conversaba con un hermoso triángulo. Después, no miré más. Me di cuenta –no sé si con tristeza o con rabia- de que yo había sido un eslabón, ya des­echado, en el proceso de geometrización de las señoras.