Más que un psicoanalista soy una bestia. Siendo joven comencé a hacer míos los conceptos, tan míos que ahora resultan irreconocibles. Yo y mis conceptos formamos una mole indiferenciada que se arroja sobre el paciente. Mis colegas, pobres diablos entregados a la rutina clasificatoria, me miran recelosos. Fíjense bien, les digo: cuando un paciente se sienta ahí, frente a mí (no uso diván), yo lo absorbo; en un segundo me apodero de sus fluidos más íntimos y comienza en mí un proceso de apelmazamiento; tosco metabolismo que consiste en el apretujamiento de una cosa cualquiera contra otra, no importa qué contra qué, con el fin de unir mis inmundicias vitales a las del ser que pide auxilio. No falta nunca algún colega que estalle en carcajadas punzantes ante un método tan rudimentario; otros citan a Freud en un susurro mientras se miran la punta del zapato. Solapado gesto de censura que en mí no hace mella. Conozco todos los trucos del anulamiento. Estoy preparado. Una vez alcanzado el apelmazamiento de los fluidos, hablo. No considero necesario escuchar los balbuceos del paciente, para qué, si estoy hinchado de él y poseído por el paroxismo arrebatador de sus moléculas que tratan de huir o se someten o se confabulan para crear estructuras hostiles, en mí, dentro de mí, ajenas a mí, especies de tumores que voy detectando y rociando con jugos acidificantes. Antes de que el paciente se marche le devuelvo todo aquello: extraordinario amasijo que se les arroja en el momento del pago. ¿El resultado? Mis colegas me miran con una mezcla de curiosidad y temor salpicada de miraditas burlonas. Aquí les va: al salir de mi consulta, el paciente se siente como nuevo. Nuevo es una palabra que no entraña juicios de valor, no está sano ni enfermo. El paciente se siente como nuevo porque es nuevo: gracias a mí ha sometido su organismo al caos primigenio y esos restos de sí mismo que le entrego son un origen al que difícilmente, muy difícilmente en mi opinión, le espera otro proceso evolutivo. Se me dirá que es inmoral, que es desalmado (¿se me dirá que es eutanásico?). Ja. Y sin embargo, en este punto, mis colegas se llenan de estupor cuando les digo que en realidad creo en la existencia del alma, un alma que yo extraigo al destruir la cohesión de los fluidos pusilánimes y de la cual me apodero gracias al sublime ejercicio de la palabra. Algunos de mis colegas no pueden controlar una risa nerviosa. Hombres de su talla, refinados, cultos, que leen cuanto papel cae en sus manos, sorprendidos (por mi ojo sagaz) en pleno ademán de quinceañera. Y es que no pueden rehuir una crispación voluptuosa al oírme. Los miro y se sonrojan, indago en sus pupilas esquivas, persigo, penetro, hago estallar, en sus cerebros, una carcajada que desbarata el paupérrimo edificio de autoestima fundado en fingimientos endebles. Un señor tímido (a veces los tímidos son más fuertes) me pregunta qué hago con las almas. Sonrío. Sé que es un moralista. Mi respuesta lo golpea en plena cara, la sangre acude a sus mejillas, los ojos se le avivan, fulguran y retroceden un poco por instinto ante una complicidad tan asequible, pero es mío. Respondo: ¡nada! Yo también me regocijo. Tiene ante sí a un delincuente, un hombre sin escrúpulos, qué más quiere. Le digo: esta profesión es puro desperdicio, y omito la carcajada diabólica que me lo arrebataría, porque es un señor cauto, quizás inteligente, que olfatea el cliché y reacciona negativamente al percibirlo. Y sin embargo, esta omisión lo decepciona, aunque sólo en las capas más superficiales de su psiquis; en el fondo se alegra, tiene un rival, no un mequetrefe. Así estamos ahora, él cree que ha conseguido un objeto de estudio, descriptivo de repudiables tendencias, y además, complejo, cuando le digo: el psicoanalista debe colocarse en una postura que evoca la del polluelo en espera de alimento, aunque en este caso la boca es un órgano expulsor. Entienda usted –prosigo impaciente–, que mediante la palabra, la boca expulsa la cohesión de los fluidos (el alma), cuyo destino es el cielo. Yo no hago nada, señor, yo no soy nada, sólo el humilde vehículo de una devolución impostergable. Constato que ha caído en el asombro y el asombro es la debilidad preverbal en la que todo es masticable. Extraigo sus fluidos asustados, los paladeo, los trago. Soy una mole que excreta su alma preciosista, indagadora, prófuga del más tenue sentido. Ah qué delicia, el cielo se abre para ella, se viste de fiesta esplendorosa, un Sócrates, un genio de la duda, disciplinado, valiente, insobornable. Mis colegas aplauden. Sobre la silla arrojo la sustancia viscosa, irreductible. Un hombre envejecido que se marcha, el pasillo es largo, la noche silenciosa.
Demiurgo
Más que un psicoanalista soy una bestia. Siendo joven comencé a hacer míos los conceptos, tan míos que ahora resultan irreconocibles. Yo y mis conceptos formamos una mole indiferenciada que se arroja sobre el paciente. Mis colegas, pobres diablos entregados a la rutina clasificatoria, me miran recelosos. Fíjense bien, les digo: cuando un paciente se sienta ahí, frente a mí (no uso diván), yo lo absorbo; en un segundo me apodero de sus fluidos más íntimos y comienza en mí un proceso de apelmazamiento; tosco metabolismo que consiste en el apretujamiento de una cosa cualquiera contra otra, no importa qué contra qué, con el fin de unir mis inmundicias vitales a las del ser que pide auxilio. No falta nunca algún colega que estalle en carcajadas punzantes ante un método tan rudimentario; otros citan a Freud en un susurro mientras se miran la punta del zapato. Solapado gesto de censura que en mí no hace mella. Conozco todos los trucos del anulamiento. Estoy preparado. Una vez alcanzado el apelmazamiento de los fluidos, hablo. No considero necesario escuchar los balbuceos del paciente, para qué, si estoy hinchado de él y poseído por el paroxismo arrebatador de sus moléculas que tratan de huir o se someten o se confabulan para crear estructuras hostiles, en mí, dentro de mí, ajenas a mí, especies de tumores que voy detectando y rociando con jugos acidificantes. Antes de que el paciente se marche le devuelvo todo aquello: extraordinario amasijo que se les arroja en el momento del pago. ¿El resultado? Mis colegas me miran con una mezcla de curiosidad y temor salpicada de miraditas burlonas. Aquí les va: al salir de mi consulta, el paciente se siente como nuevo. Nuevo es una palabra que no entraña juicios de valor, no está sano ni enfermo. El paciente se siente como nuevo porque es nuevo: gracias a mí ha sometido su organismo al caos primigenio y esos restos de sí mismo que le entrego son un origen al que difícilmente, muy difícilmente en mi opinión, le espera otro proceso evolutivo. Se me dirá que es inmoral, que es desalmado (¿se me dirá que es eutanásico?). Ja. Y sin embargo, en este punto, mis colegas se llenan de estupor cuando les digo que en realidad creo en la existencia del alma, un alma que yo extraigo al destruir la cohesión de los fluidos pusilánimes y de la cual me apodero gracias al sublime ejercicio de la palabra. Algunos de mis colegas no pueden controlar una risa nerviosa. Hombres de su talla, refinados, cultos, que leen cuanto papel cae en sus manos, sorprendidos (por mi ojo sagaz) en pleno ademán de quinceañera. Y es que no pueden rehuir una crispación voluptuosa al oírme. Los miro y se sonrojan, indago en sus pupilas esquivas, persigo, penetro, hago estallar, en sus cerebros, una carcajada que desbarata el paupérrimo edificio de autoestima fundado en fingimientos endebles. Un señor tímido (a veces los tímidos son más fuertes) me pregunta qué hago con las almas. Sonrío. Sé que es un moralista. Mi respuesta lo golpea en plena cara, la sangre acude a sus mejillas, los ojos se le avivan, fulguran y retroceden un poco por instinto ante una complicidad tan asequible, pero es mío. Respondo: ¡nada! Yo también me regocijo. Tiene ante sí a un delincuente, un hombre sin escrúpulos, qué más quiere. Le digo: esta profesión es puro desperdicio, y omito la carcajada diabólica que me lo arrebataría, porque es un señor cauto, quizás inteligente, que olfatea el cliché y reacciona negativamente al percibirlo. Y sin embargo, esta omisión lo decepciona, aunque sólo en las capas más superficiales de su psiquis; en el fondo se alegra, tiene un rival, no un mequetrefe. Así estamos ahora, él cree que ha conseguido un objeto de estudio, descriptivo de repudiables tendencias, y además, complejo, cuando le digo: el psicoanalista debe colocarse en una postura que evoca la del polluelo en espera de alimento, aunque en este caso la boca es un órgano expulsor. Entienda usted –prosigo impaciente–, que mediante la palabra, la boca expulsa la cohesión de los fluidos (el alma), cuyo destino es el cielo. Yo no hago nada, señor, yo no soy nada, sólo el humilde vehículo de una devolución impostergable. Constato que ha caído en el asombro y el asombro es la debilidad preverbal en la que todo es masticable. Extraigo sus fluidos asustados, los paladeo, los trago. Soy una mole que excreta su alma preciosista, indagadora, prófuga del más tenue sentido. Ah qué delicia, el cielo se abre para ella, se viste de fiesta esplendorosa, un Sócrates, un genio de la duda, disciplinado, valiente, insobornable. Mis colegas aplauden. Sobre la silla arrojo la sustancia viscosa, irreductible. Un hombre envejecido que se marcha, el pasillo es largo, la noche silenciosa.
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