Infancia

Recuerdo un caserón oscuro, un piano y un largo pasillo. En cada habitación vivían dos o tres señoras muy viejas. Yo no había cumplido los tres años. De pronto, por una razón sumamente misteriosa, comencé a sentirme orgullosa de mi dedo índice. En la oscuridad del gran vestíbulo donde esperaba todas las noches a mi madre, me dediqué a observar en silencio mi dedo índice y a encontrarlo dotado de una rara perfección. Cierto día sentí el impulso de mostrarlo y me interné en el largo pasillo. Mis pasos apenas se oían en la alfombra desgastada. Una por una fui llamando a aquellas puertas cerradas. Cuando una se entreabría con recelo, yo levantaba el dedo y sonreía, segura del impacto que produciría un dedo tan perfecto. Las señoras examinaban mi dedo y sonreían. Durante una larga semana repetí este recorrido, hasta que las señoras se cansaron. Entonces, en la oscuridad del vestíbulo cerré los ojos y vi que mi mente estaba sucia. Este descubrimiento me hizo olvidar por completo el asunto del dedo. Ignoro qué relación había entre ambos hechos. Sospecho que ninguna. Cada noche, cuando mi madre llegaba del trabajo, me encontraba sumida en las manchas, los garabatos, el polvo, las fealdades que ensuciaban mi mente. La imagen era nítida y lo abarcaba todo. Apoyaba la cabeza en la tapa del piano y trataba de limpiar mi mente borrando lentamente aquellas manchas. Durante varios minutos me sentía presa de la angustia y me era difícil respirar. Cuando por fin había conseguido limpiar un pequeño trozo, me internaba en una maraña de cosas muertas, trapos, insectos, pelambres, hierros oxidados, formas extrañas, parecidas a gatos, que apretadas unas contra otras, yacían en el basurero de mi mente, como en una selva muy densa. Mis incursiones producían serios disturbios en aquel conglomerado de inmundicias. Las cosas se separaban a mi paso, o mejor dicho, al paso de esa mirada indagadora que penetraba en ellas y trataba de anularlas. El pequeño trozo que yo había logrado limpiar, y al que no sabía cómo proteger, se veía inundado por el lento desparramo de las suciedades. Un día que mi madre me llevaba de la mano, cruzamos una calle de mucho tráfico y mi cartera azul decorada con peces se deslizó de mi hombro. Solté la mano de mi madre y corrí a recuperarla. Un automóvil frenó a pocos centímetros de mi cara. Me quedé mirando el parachoques mientras oía el grito aterrorizado de mi madre. Entonces cerré los ojos y en un instante vacié las suciedades de mi mente. Vi un paisaje blanco, como de nieve, y una línea que me pareció un sendero, deslizándose límpida y vertiginosa por la blancura sin tacha del paisaje. Mi madre me apretó la mano con fuerza para que no volviera a ocurrir lo mismo. Yo sentí aquel estrujamiento de mi mano y me quejé débilmente. Pero en el fondo me sentía poseída por una intensa calma. Ya había cumplido los cinco cuando vi a un hombre en la calle que limpiaba el vidrio trasero de su automóvil con una esponja húmeda. El hombre era meticuloso, pero un pequeño pedacito del vidrio, en forma de triángulo, permanecía sucio, inmune al frotamiento. Levanté el índice para señalárselo, pero el hombre estaba de espaldas y no me veía. Luego el hombre se fue con su automóvil y yo me quedé allí en esa tonta postura. Ya había cumplido los cuarenta, cuando de golpe mi dedo índice se levantó y señaló aquel pedacito sucio del vidrio que ya no existía, como si aún no hubiera logrado resignarse a soportar esa minúscula imperfección, ese olvido. Entonces, mi dedo índice me recordó el caserón oscuro, del que nos habíamos mudado poco tiempo después del incidente de la cartera azul decorada con peces. Y me recordó aquella peregrinación de puerta en puerta, las sonrisas un poco asombradas de las señoras, su alegre recibimiento los primeros días, los halagos risueños y exagerados que le prodigaban a mi dedo, y recordé cómo -pasados unos días- entreabrían la puerta y volvían a cerrarla después de una fingida exclamación de sorpresa, y que a veces me daban un caramelo para que me fuera rápido. Finalmente, recordé que aquellas puertas ya no se abrían y que yo permanecía con el dedo en alto durante un largo minuto. Fue entonces cuando me dirigí al vestíbulo, me senté en el taburete del piano y descubrí que mi mente estaba sucia. Luego vino el incidente de la cartera azul decorada con peces y, años después, vi a ese hombre limpiando el vidrio de su automóvil.

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