Causa primera

Antes de mí no había nada, y con esto no estoy alardeando. Por el contrario, lo que pretendo es aclarar que yo, la primera causa, no fui realmente gran cosa. Es cierto que después muchas grandes causas se derivaron de mí y supusieron que necesariamente se derivaban de algo más grande o poderoso, pues no hubieran podido ser sin mí. En el fondo, y a pesar de su enorme petulancia, nunca dejaron de considerarse sólo efectos que producen efectos. Y hasta ahora nada ha podido sacarlas del convencimiento de que yo soy superior o de una índole diferente. A mí, no es que no me guste sentirme superior, de hecho me siento superior, pero no por ser la causa de tantos grandes efectos presumidos (de esto, aunque no sea mi culpa, me siento más bien avergonzada, sobre todo en los contextos en que causa y culpa son sinónimos). Pero mi superioridad consiste en que yo fui un hecho insignificante y sin pretensiones. Algo así como mirar el techo un segundo. Pruebe el lector a mirar el techo un segundo y comprenderá a qué me refiero. Hágalo ahora. Se quedará asombrado, no lo dudo, sí, de lo poco que soy. Pero debo advertir algo: así como yo fui el primer hecho, un día llegará el último, que será efecto puro, incapaz de causar nada y tan poca cosa como yo, porque él será mi efecto y yo seré su causa. Para entonces, todo lo que hubo en medio desaparecerá por superfluo. Se dirá que se ha escogido un camino absurdo y retorcido para que una insignificante causa alcance su insignificante efecto. Pero: ¿de dónde sale que los procesos han de ser simples o al menos racionales? ¿No bastan las pruebas que indican lo contrario? A mí me bastan. Y mientras las grandes causas siguen pariendo grandes efectos, yo simplemente espero. Tal vez ¿por qué no? alguno de esos lectores que siguiendo mi consejo ha mirado el techo un segundo se dé cuenta de que él mismo ha producido (¡por fin!) este último hecho. Y en tal caso sólo me queda decirle: gracias, gracias...

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