Refiero el caso de cierta señora que acudió a mi consulta buscando alivio para una dolencia psíquica intolerable. Desde hacía semanas, dijo, en un susurro, padecía a causa de una encarnizada discusión interior, en la que, pese a sus esfuerzos, había sido incapaz de mediar, opinar o poner orden. Manifestó que no eran sólo dos las partes en pugna sino probablemente más de veinte. Ella no conocía su número con exactitud aunque había tratado de llevar un registro, anotando y designando los distintos timbres de voz y estilos oratorios. Los temas que se discutían eran varios, aunque prevalecía la política, la economía, el tráfico de drogas y el fútbol. La mayoría de los participantes poseía mucha información y un sustancioso manejo de las cifras, lo cual, me confesó, la exasperaba.
Al llegar a este punto rió estruendosamente, notándosele a leguas, en el vidrioso destello azul verdoso de sus pupilas extraviadas, que no se trataba de una simple risa despreocupada. Anoté esta observación en mi cuaderno y decidí poner en práctica mis conocimientos de hipnotismo. Cuando la señora cayó en trance, incité a las voces a manifestarse a través de su boca. Pronto surgió de allí una algarabía incomprensible acompañada de un minúsculo aullido que me erizó los pelos. No me costó mucho comprender lo qué ocurría. Si, como la señora afirmaba (y yo no tenía motivos para dudarlo), los participantes eran más de veinte, poco podían hacer para expresarse a través de un único conducto.
En ese momento, el oftalmólogo del consultorio de al lado golpeó la puerta para preguntarme si necesitaba ayuda. No me extrañó su aire preocupado. Comprendí que el ruido de veinte o quién sabe cuántos discutidores (más el aullidito) brotando de esa única y pequeña boca resultaba inquietante, y más para alguien sólo acostumbrado a rarezas visuales. Desperté a la señora y le di cita para el día siguiente. Al cabo de una serie de quince sesiones me pareció que los discutidores lograban un principio de orden. Se cedían la palabra durante breves instantes, y en los pocos espacios de silencio verbal aparecían masticaciones, degluciones y otros sonidos poco refinados.
Por un momento, estimé la magnitud de este sufrimiento, que obligaba a mi paciente a convivir día tras día con bestias auditivas. Pude apreciar, sin embargo, que los participantes no hablaban ya de temas abstractos, como la política, sino que se contaban anécdotas. La señora confirmó esto último. Con el paso del tiempo había ocurrido una transformación en las voces y en los temas. También el lenguaje se había vuelto más ágil y grosero. Ahora la fanfarronería reinaba sin tapujos. Se sienten como en su casa, dijo, y suspiró profundamente.
Dos semanas más tarde yo estaba francamente perplejo. Desperté a la señora y le dije que en su interior ya no se discutía, ni se narraban ridículas hazañas, ahora los invasores (como los llamaba ella) cantaban a voz en cuello, prorrumpían en fastuosas risotadas y salvajes ataques de tos. No pude menos que compadecer a mi paciente. Son unos asquerosos borrachos, dijo ella. Y así era. Algunos días después la fiesta comenzó a declinar. Sólo unas pocas voces roncas, deformadas por el alcohol y el cansancio, brotaban de su garganta hipnotizada. Más tarde sólo quedaba un borracho hablando con algo que respondía a su intrincada sarta de tonterías con agudos aullidos y chillidos. Pobre animal, fue lo único que comentó la señora, y frunció la boca con disgusto.
Cuando este último borracho cayó, por la garganta magnetizada se dejaron oír ciertos ronquidos espasmódicos, sumados a los ruidos normales de un perrito. Rasqueteos, gruñidos, olisqueos y algún débil ladrido de vez en cuando. Al cabo de un mes, los ladridos ya eran feroces y brotaban de la garganta de la señora en cuanto yo, con dos o tres pases, la sugestionaba. Debo confesar que me atemorizaban, pues obviamente el perro era consciente de mi intromisión, y que inducía el despertar de la paciente casi de inmediato, para evitar también el golpeteo característico del oftalmólogo, que sospechaba de mí, aunque no me imagino qué sospechaba.
En cierta ocasión, aprovechando la ausencia del oftalmólogo, que se hallaba en cama con gripe, me propuse -y logré con gran esfuerzo- vencer el miedo. Me dije que, al fin de cuentas, por más ferocidad que transmitiera, el animal no podía hacerme nada, pues pertenecía a la esfera sonora de la interioridad de mi paciente. La mantuve, pues, hipnotizada, y escuché con atención. El perro, que al detectar mi presencia comenzó a ladrar furiosamente, pareció calmarse de inmediato para dedicarse a la tarea de olfatear aquí y allá alguna cosa. Luego oí un gruñido pavoroso y una carrera en la que al principio las patas resbalaron sobre lo que imaginé unas baldosas pulidas.
Entonces oí el chasquido, la ruptura, el descuartizamiento brutal de una garganta que supuse humana y el choque de un fardo contra el suelo. Aquí la intensidad del miedo me obligó a sacar a la señora de su trance. Para mi sorpresa, abrió los ojos y sonrió con una placidez desconocida, un nuevo rostro sereno y luminoso. Y al percibir en mi cara las contracciones aún frescas del horror que había vivido, extendió el brazo y me dio unas palmaditas en el hombro. Le referí, angustiado, el peligro de su estado interior, que para mí se había agravado con la presencia del perro asesino. Pero la sonrisa serena persistía. Un ser probablemente humano, insistí, casi indignado, acaba de ser aniquilado en su interior. ¿No se da cuenta?
Sí, se daba cuenta, pero estos crímenes ocasionales no eran nada en comparación con aquellas fiestas vulgares y estridentes que la habían llevado a mi consulta. En realidad, le había tomado afecto a este animal que defendía con tanta ferocidad su territorio. Yo soy su territorio, afirmó con gran orgullo, mientras se incorporaba y se dirigía hacia la puerta. Antes de salir me entregó un cheque y me comunicó que ya no necesitaba mis servicios.
Al llegar a este punto rió estruendosamente, notándosele a leguas, en el vidrioso destello azul verdoso de sus pupilas extraviadas, que no se trataba de una simple risa despreocupada. Anoté esta observación en mi cuaderno y decidí poner en práctica mis conocimientos de hipnotismo. Cuando la señora cayó en trance, incité a las voces a manifestarse a través de su boca. Pronto surgió de allí una algarabía incomprensible acompañada de un minúsculo aullido que me erizó los pelos. No me costó mucho comprender lo qué ocurría. Si, como la señora afirmaba (y yo no tenía motivos para dudarlo), los participantes eran más de veinte, poco podían hacer para expresarse a través de un único conducto.
En ese momento, el oftalmólogo del consultorio de al lado golpeó la puerta para preguntarme si necesitaba ayuda. No me extrañó su aire preocupado. Comprendí que el ruido de veinte o quién sabe cuántos discutidores (más el aullidito) brotando de esa única y pequeña boca resultaba inquietante, y más para alguien sólo acostumbrado a rarezas visuales. Desperté a la señora y le di cita para el día siguiente. Al cabo de una serie de quince sesiones me pareció que los discutidores lograban un principio de orden. Se cedían la palabra durante breves instantes, y en los pocos espacios de silencio verbal aparecían masticaciones, degluciones y otros sonidos poco refinados.
Por un momento, estimé la magnitud de este sufrimiento, que obligaba a mi paciente a convivir día tras día con bestias auditivas. Pude apreciar, sin embargo, que los participantes no hablaban ya de temas abstractos, como la política, sino que se contaban anécdotas. La señora confirmó esto último. Con el paso del tiempo había ocurrido una transformación en las voces y en los temas. También el lenguaje se había vuelto más ágil y grosero. Ahora la fanfarronería reinaba sin tapujos. Se sienten como en su casa, dijo, y suspiró profundamente.
Dos semanas más tarde yo estaba francamente perplejo. Desperté a la señora y le dije que en su interior ya no se discutía, ni se narraban ridículas hazañas, ahora los invasores (como los llamaba ella) cantaban a voz en cuello, prorrumpían en fastuosas risotadas y salvajes ataques de tos. No pude menos que compadecer a mi paciente. Son unos asquerosos borrachos, dijo ella. Y así era. Algunos días después la fiesta comenzó a declinar. Sólo unas pocas voces roncas, deformadas por el alcohol y el cansancio, brotaban de su garganta hipnotizada. Más tarde sólo quedaba un borracho hablando con algo que respondía a su intrincada sarta de tonterías con agudos aullidos y chillidos. Pobre animal, fue lo único que comentó la señora, y frunció la boca con disgusto.
Cuando este último borracho cayó, por la garganta magnetizada se dejaron oír ciertos ronquidos espasmódicos, sumados a los ruidos normales de un perrito. Rasqueteos, gruñidos, olisqueos y algún débil ladrido de vez en cuando. Al cabo de un mes, los ladridos ya eran feroces y brotaban de la garganta de la señora en cuanto yo, con dos o tres pases, la sugestionaba. Debo confesar que me atemorizaban, pues obviamente el perro era consciente de mi intromisión, y que inducía el despertar de la paciente casi de inmediato, para evitar también el golpeteo característico del oftalmólogo, que sospechaba de mí, aunque no me imagino qué sospechaba.
En cierta ocasión, aprovechando la ausencia del oftalmólogo, que se hallaba en cama con gripe, me propuse -y logré con gran esfuerzo- vencer el miedo. Me dije que, al fin de cuentas, por más ferocidad que transmitiera, el animal no podía hacerme nada, pues pertenecía a la esfera sonora de la interioridad de mi paciente. La mantuve, pues, hipnotizada, y escuché con atención. El perro, que al detectar mi presencia comenzó a ladrar furiosamente, pareció calmarse de inmediato para dedicarse a la tarea de olfatear aquí y allá alguna cosa. Luego oí un gruñido pavoroso y una carrera en la que al principio las patas resbalaron sobre lo que imaginé unas baldosas pulidas.
Entonces oí el chasquido, la ruptura, el descuartizamiento brutal de una garganta que supuse humana y el choque de un fardo contra el suelo. Aquí la intensidad del miedo me obligó a sacar a la señora de su trance. Para mi sorpresa, abrió los ojos y sonrió con una placidez desconocida, un nuevo rostro sereno y luminoso. Y al percibir en mi cara las contracciones aún frescas del horror que había vivido, extendió el brazo y me dio unas palmaditas en el hombro. Le referí, angustiado, el peligro de su estado interior, que para mí se había agravado con la presencia del perro asesino. Pero la sonrisa serena persistía. Un ser probablemente humano, insistí, casi indignado, acaba de ser aniquilado en su interior. ¿No se da cuenta?
Sí, se daba cuenta, pero estos crímenes ocasionales no eran nada en comparación con aquellas fiestas vulgares y estridentes que la habían llevado a mi consulta. En realidad, le había tomado afecto a este animal que defendía con tanta ferocidad su territorio. Yo soy su territorio, afirmó con gran orgullo, mientras se incorporaba y se dirigía hacia la puerta. Antes de salir me entregó un cheque y me comunicó que ya no necesitaba mis servicios.
1 comentario:
Ja, ja, ja, ja, jaaaaaaaaa. Muy bueno, de verdad. Me da deseo de salir a comprar un perro muy feroz para afugentar a la vez las vozes de mi mente, así como las que me desagradan a mi alrededor y no las quiero escuchar. Este cuento me da muchas risas y, al mismo tiempo, una dulce sensación en el corazón por recordar cuando lo escuché la primera vez y la dulzura de la voz que lo decía a mí. Felicitaciones, usted está aún mejor ...
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