Cuando mi mamá me trajo al mundo mi naturaleza estaba llena de gérmenes impredecibles que podían desarrollarse con el tiempo y convertirme en algo. Al principio miraba las cosas de manera oblicua, en parte por propensión a la desconfianza, en parte por la novedad de las mismas. Pero con creciente claridad fui advirtiendo que eran ellas, las cosas, las que me observaban, y que yo sólo trataba de esquivar su escrutinio constante. En sus ángulos notaba señalamientos que peligrosamente se iban acentuando. Todo apuntaba hacia mí. Yo era un camino por el que, llegado el momento, pasaría en tropel el mundo circundante, o tal vez un boquete por el que las cosas huirían hacia su anhelada desaparición. Porque entre los objetos del mundo se corría la voz de que yo era la salida. Todo parecía a punto de precipitárseme, todo mostraba la misma golosa codicia hacia mí. Cerré los ojos, los puños, pero no ocurrió nada. La urgencia del instante se demoraba. Comencé a oír esa música tensa, anunciativa, una y otra vez, con sus notas de absoluto final, una y otra vez, hasta que los platillos exhaustos rodaron con estrépito y desfalleció su apremiante reverberación.
Luego mi organismo entró en un período de estupor. Mi cerebro sufría convulsiones frías, rápidas, húmedas. Mi pecho vibraba. Con el tiempo, me acostumbré. O creí acostumbrarme. Vino una larga etapa de oscuridad en la que realicé todas las actividades propias de los humanos. Estudié, trabajé, creo incluso haberme casado. Y en todo me destaqué como cualquiera.
Me hallaba aparentemente instalada en la normalidad, pero las vibraciones no cesaban. Y cuando volvió la luz habían pasado tantas cosas de las que no tenía ni idea que encontré difícil adaptarme. Opté por una actitud indiferente, casi hostil, un manifiesto desprecio hacia el encadenamiento de los hechos, al que suponía falaz. Pero esta actitud encerraba mi decepción y mi asombro.
Yo era, en ese tiempo, una persona cualquiera que realizaba actos. Estos se hallaban fundados sobre nociones abstractas, que suponían la consecución de una meta. Y esta fue una de las primeras cosas que me sorprendió cuando despertó mi conciencia. Me refiero al extraño concepto de meta, que me obligaba a un cierto tipo de actos. El problema, si es que puedo expresarlo, consistía en que tanto los actos como la meta me resultaban ajenos. Y no sólo ajenos. Yo permanecía completamente al margen de ellos, como un espectador casual y desinteresado. Esta situación me disgustaba, así que traté de indagar un poco en aquellas nociones, con la esperanza de acoplarme a ellas y de sustentarlas con la plenitud de mi presencia.
Con este fin me inscribí en un curso de filosofía, sin apercibirme de que una nueva noción, no menos vaga, me imponía la meta de conocer el significado de mis nociones. Pero aquí, aunque dedicada a una tarea abstrusa que exacerbaba mis vibraciones, me hallaba yo por entero, entregada al laberinto de mi ignorancia.
Aquellos cursos dictados por seres ininteligibles creaban en mí un estado de confusión iluminada. Mi mente correteaba sin descanso tras la huellas de algo que se escabullía con una destreza maligna. Yo, sin embargo, sentía (pues lo intelectual no era mi fuerte) por este algo un fervor lleno de esperanza, y aunque las vibraciones aumentaban y mi salud empeoraba día a día, no caía ni por un instante en el desánimo ni consideraba que mi persecución fuera inútil. Por otra parte, mis notas eran pésimas. Y esto se debía, en parte a mi poca pericia intelectual, en parte a que yo buscaba, en aquellos textos jeroglíficos y en aquellas palabras llenas de misterio que salían de las bocas de los profesores, yo buscaba, digo, mi algo.
Recuerdo, en particular, el estado de delirio en el que me sumergió la lectura de la Monadología. Entre el señor Leibniz y yo existía sin duda un desfase, algo que me impedía acoplarme a él (aunque realizaba esfuerzos cuantiosos por imaginar lo que decía) y algo que le impedía a él, a Leibniz, acoplarse a mí. Tardé días enteros intentando comprender la palabra Dios, la palabra ventana, la palabra simple, hasta que la desesperación me obligó a traducirlas todas por la palabra algo. Y así, moviéndome ya en terreno familiarmente ignoto, me pareció que descansaban mis nervios. Pero este descanso fue ilusorio. Después de presentar el examen, en el que salí mal como siempre, me hallé perseguida por la palabra mónada. De nada valieron mis esfuerzos por convertirla en algo. Cuando la mónada no me atormentaba en la vigilia me atormentaba en el sueño, siempre con su terrible terquedad y su insistencia en permanecer tal cual era, con su impenetrable simplicidad llena de mundo.
Me creí derrotada y por un tiempo dejé de asistir a los cursos. Pasé meses en cama frente al televisor, soportando de vez en cuando la visita de parientes preocupados por mi salud mental y mi alimentación. Si alguien apagaba el televisor con fines higiénicos, en mi mente se presentaba la mónada, y un sinnúmero de vibraciones irradiaban desde mi pecho hasta la última fracción de mi organismo. Entonces, como en un principio, las cosas comenzaban a mirarme con una torvedad insoportable. Pero ya para aquel momento yo sabía lo que buscaban: buscaban monadizarme.
Un día mi mamá tomó una medida más drástica. Con la ayuda de alguien, tal vez un empleado, se llevó el televisor y me dejó sola en mi apartamento con la mónada. ¿Se puede decir que esta mónada, a diferencia de otras, poseía un particular empeño proselitista? Lo cierto es que así como antes yo perseguía algo que se me negaba y escurría, así la mónada me perseguía a mí, queriéndose apropiar de mi naturaleza e induciendo a lo que aún era para mí el mundo exterior a metérseme dentro. Pero mi naturaleza, y los gérmenes impredecibles que contenía, decidieron dar un golpe de gracia. De pronto, y sin que mediara relación de causa y efecto, ante mí apareció un proyecto definido, un proyecto cuya noción se hallaba fundada en mi plena y absurda naturaleza, y que por lo tanto no necesitaba ser comprendida.
Parecerá disparatado lo que digo, pero la mónada, que había resistido toda clase de tratamientos psiquiátricos, tanto químicos como discursivos, desapareció el día en que decidí (por definición abrupta de un germen) convertirme en escritora gay. No me pregunté de dónde salía esta voluntad férrea, de la que no había antecedentes, ni en qué consistía, simplemente me entregué a la tarea, aunque ante esta nueva y fabulosa meta las vibraciones redoblaran su acoso.
En adelante, y durante años, sin preguntarme por qué este germen tenía tanta fuerza, luché por convertirme en escritora gay. Pero un día hube de desistir al encontrarme con las manos vacías. No sólo nunca había escrito nada, ni siquiera una reseña para la revista del postgrado en el que seguía reprobando materias, sino que jamás había tenido relaciones íntimas con una mujer.
Con toda la fuerza de mi conciencia, que había crecido y se había ramificado sin objeto, una tarde me sentí fracasada y el fracaso me tranquilizó brutalmente. De pronto las vibraciones cesaron. No desaparecieron sino que fui engullida por ellas. Me masticaron con sus ritmos rápidos, irritantes, sus jugos corrosivos. Ahora nos movíamos al unísono. Yo iba con ellas en un galope sonámbulo. Me quedé sentada en una silla bastante cómoda hasta que se hizo de noche y en la habitación oscura entró mi mamá. Traía una cartera negra de charol y un dedo en el aire. Ese dedo revoloteaba en la penumbra buscando el interruptor de la luz. Me levanté sin hacer ruido y le arrebaté la cartera. Pero como opusiera resistencia le propiné un tremendo golpe en la cabeza. Estuvo meses en coma y se la sometió a una complicada neurocirugía. Yo fui muy criticada por la prensa. Se me llamaba “hija desnaturalizada”. Y en vista de que había utilizado el dinero que encontré en la cartera de mi mamá para comprar cerveza, se me acusó de ladrona y alcohólica.
En la cárcel conocí a una mujer de nombre poco original: Rosa. Pero la mujer suplía con creces la poca originalidad de su nombre. A menos, eso creía yo entonces. Por primera vez el deseo se convirtió para mí en algo importante. Ella había sido acusada de crímenes que no había cometido, y en eso se diferenciaba de mí. Concretamente había sido acusada de matar a su marido. Pero su marido venía a visitarla todos los sábados. Y era cierto: allí aparecía, cada sábado, un marido flaco, barbudo, que emitía destellos grises, un marido no muy perceptible, pero en estado de no muerte. La indignación se apoderaba de mí y de las demás presas cuando lo atisbábamos en el salón de visitas. La inocencia de Rosa tenía el vigor y la potencia de una evidencia absoluta. Aunque si hubiéramos tenido que juzgarla sólo por sí misma, por el desánimo de sus ojos vacunos, por el desánimo, repito, de sus ojos vacunos en contraste con sus manipulaciones sensuales, la hubiéramos encontrado culpable de cualquier cosa, aunque las evidencias de lo contrario se amontonaran ante nuestros ojos.
¡Ah! Porque por una vez la justicia no se había equivocado. Rosa era culpable, y la justicia lo sabía, aunque en su torpeza, su ineptitud metodológica, no había encontrado más pruebas que estas débiles y falsas pruebas, y sus acusaciones se topaban con ese muro de realidad o de cuasi realidad que era la figura viviente del marido visitante. No sé qué hubiera sido de mí de no haber caído en este fanatismo de la inocencia de Rosa. Qué rumbos hubiera tomado mi existencia. Pero en el corazón de cada presa latía un motín y una ansiedad y un terror y un terrible deseo de ella. Las imprecaciones, las invectivas, los denuestos, alternados con esfuerzos más formales y burocráticos, los comunicados apelatorios redactados en un lenguaje tosco hecho de furia amorosa... Pero desde un primer momento, Rosa me dio indicios de que todo era un juego. Eran pamplinas. En la oscuridad de la celda acomodaba sus trapos para dormir, porque casi siempre dormía, y sonreía entre bostezos ante el ambiente respetuosamente revolucionario que dejaba en vela.
Un día me cansé de andar en puntillas defendiendo su escandalosa causa, me aproximé a su catre sin importárseme un bledo perturbar su sueño (que hasta las carceleras consideraban sagrado), me arrojé sobre ella y la besé obscenamente en la boca. Para mi sorpresa, no opuso resistencia. Por el contrario, de su boca salió una lengua voraz que se apoderó de mí como un tentáculo. Sus manos, que yo creía frágiles, hicieron de mi cuerpo una piltrafa que ella hundió en el catre y utilizó para su abusivo provecho. Esto sí que era algo nuevo. Quiero decir, en mi vida. Comencé a extinguirme de placer. Las demás presas rondaban como bultos, cuchicheando, desoladas, mientras yo sentía crecer un goce traidor. Esta manera de gozar traidoramente se convirtió después en la razón de mi vida. Después, quiero decir, cuando salimos de la cárcel, gracias a los empeños del marido no asesinado y de mi mamá que no creía verdaderamente en mi culpa, y que al recuperarse del colapso alegó ante un juzgado que yo la había confundido con un intruso, y nos convertimos en unas mujeres sencillas, estudiantes de filosofía, que fumaban cigarrillos con los labios pintados.
Hasta ese momento yo creí haber visto cumplido el desarrollo de uno de mis gérmenes, o de la mitad de él: la mitad gay, y así se lo hice saber a mi amante, con una satisfacción muy poco cautelosa, ya que Rosa no sólo no se consideraba mi amante sino que aborrecía la homosexualidad, haciéndola objeto de mofa y vilipendio. Lo que había ocurrido entre nosotras en aquellos catres penitenciarios y luego en superficies más amplias y mullidas, a espaldas siempre del no muerto, y con el consecuente sobresalto, eran actos cuyo acontecer se hallaba desgajado del sujeto, o actos que transcurrían también a espaldas de la realidad. Por eso, cuando me envanecí de haber cumplido con la mitad de mi germen, Rosa me espetó una carcajada. Porque yo tampoco era gay, yo era simplemente un monstruo. Con monstruo quería decir: esa torvedad de mis ojos en el vértigo de sus senos, que no podía dejar de mirar, así como no podía dejar de mirar su sonrisa escueta, fina, no siempre posible, que me devoraba el sueño y me incapacitaba para la vida social. Ah, porque por primera vez me hallaba en estado de mundo circundante, y Rosa era el boquete por el que, yo, cosa, quería introducirme y desaparecer. Proyecto que no parecerá desatinado si se lo piensa desde mi particular interpretación del señor Leibniz en combinación con mis primitivas vivencias infantiles. A todas estas, el marido no asesinado olfateaba mi instinto, balbuceaba burlas aviesas, pero en el fondo no creía que yo estuviera verdaderamente allí.
Debo aclarar que al principio el crimen no tuvo una víctima definida. De hecho, sólo cuando apareció el cuerpo sin vida se supo de quién era. Tal vez me explico mal. Trato de decir que el crimen existía antes de que ningún hecho lo confirmara y que su existir o preexistir no tenía una orientación específica. Cualquiera hubiera podido morir o matar, pues el odio estaba equitativamente distribuido. Por eso, la aparición del cadáver no significó mayor cosa. Aunque para mí fue una sorpresa. Lo cual demuestra hasta qué punto uno conserva su amor propio y su falta de criterio incluso en medio de las más grandes humillaciones. Porque nunca me imaginé que yo fuera la víctima. Incluso ahora, que ya pasó todo, sigo pensando que en realidad no lo era, que el crimen latente, hipertrofiado, tuvo que abandonar su ideación y arremeter contra cualquiera.
Esta vez el marido de Rosa fue condenado a cadena perpetua. Desde el punto de vista de esa mezquina, aunque embrollada lógica jurídica, esta condena era risible. El marido ni siquiera estaba en el país cuando ocurrió el hecho. Y todas las evidencias de índole práctica apuntaban a Rosa. Yo, que estaba allí cuando ocurrió la cosa, sé que fue ella quien me dio muerte. Y lo hizo con indiferencia, como si la excitación del acto se hubiera agotado por anticipado. La justicia, por su parte, tampoco esta vez incurrió en un error descabellado. Así como no importaba quién había muerto, tampoco importaba quién era condenado.
Y todo se hubiera quedado de esta forma si no fuera porque mi mamá, fortalecida por el tratamiento neurológico, decidió vengarse. No puedo entender por qué mi mamá incurrió en esta fe ciega hacia los hechos reales, ya que era inteligente e intuitiva. Es probable que necesitara alguna forma de acción extrema. Y en su calidad de madre conocía exactamente cada detalle de lo que nunca había visto.
Por suerte, el neurólogo que había curado a mi mamá del porrazo, impidió que actuara a tontas y a locas, es decir: que se sumergiera en el caos del mundo exterior. Le propuso una forma sofisticada de venganza que consistía en exhumar mi cadáver y extraer algunos gérmenes. Mi mamá, cuya fe en los gérmenes era nula, se dejó llevar por las ideas de este hombre que en realidad la amaba con locura y por el que ella también había comenzado a sentir cierto interés. Fue así como mi cuerpo, en avanzado proceso de descomposición, fue colocado sobre una mesa metálica y explorado con diversos instrumentos fríos y cortantes.
Y mientras mi mamá paseaba por la sala de espera, fumando y tomando café en un vasito plástico, el neurólogo hurgaba mis restos con creciente desesperación: extrañamente, no había encontrado ningún germen en mi cerebro. Pero cuando me abrió el pecho surgieron, intactas, las vibraciones. Una enfermera del equipo no pudo soportarlas, sufrió una especie de crisis laberíntica y hubo que sacarla a toda prisa del quirófano. Por fin, en uno de los órganos menos frecuentados por los autópsicos, uno de esos órganos prescindibles, que pueden extirparse en vida sin problema, apareció el nido de gérmenes. Una gran cantidad de ellos se hallaba en mal estado. Pero algo podía salvarse. Sin embargo, el neurólogo frunció el ceño al notar que se trataba de gérmenes indefinidos o apenas esbozados. Pero aún así continuó hurgando, hasta que dentro de una célula casi putrefacta, reconoció de pronto el germen ‘escritora gay’ y lo extrajo con cuidado. Luego pasó horas encerrado en un laboratorio preparando una sustancia. Cuando estuvo lista fue al encuentro de mi mamá, que consumida por el ejercicio de pasear nerviosamente, estalló en lágrimas al verlo llegar con un frasquito. Ella sabía que en ese frasquito se hallaba la vendetta, aunque no tenía ni idea del cómo y del porqué, ya que sus conocimientos científicos eran limitados.
En resumen: después de la exploración exhaustiva de mi cadáver que dejó un cúmulo de despojos y sólo una porción ínfima utilizable, con el contenido del frasquito el neurólogo preparó una solución de aproximadamente 3 ml en la que yo me hallaba al 50%. Ya se verá que esta insignificancia que había quedado de mí era en realidad suficiente para cumplir un proyecto aún indeterminado pero lleno de pujanza. El neurólogo volvió a aparecer en la sala de espera y puso en las manos temblorosas de mi mamá una jeringuilla. No dijo nada. Solamente sonrió con una especie de tristeza ardiente. Mi mamá ni siquiera dio las gracias. Sabía que el contenido de la jeringuilla debía ser utilizado cuanto antes para que no perdiera su potencia. Salió a la calle, tomó un taxi, y se encaminó a la facultad de filosofía, donde Rosa, que entretanto había conseguido graduarse, dictaba ahora clases de algo. La divisó desde lejos, en un pasillo, fumando un cigarrillo arrogante.
Desde este instante, el instante en que divisó el cigarrillo arrogante, los pasos de mi mamá en el pasillo perdieron toda relación secuencial. No dio un paso tras otro, no en la forma estipulada. Hubo una continuidad de pasos evanescentes que al final sumaron ningún paso, una aproximación, digamos, casi exacta, a la antesala de la nada. O se puede decir que el tiempo y el espacio quedaron anulados, y que esto mis pocos gérmenes disueltos lo percibieron de una manera que no sabría explicar. Mi mamá, que lo explicó más tarde, enfatizó que aquella anulación se fundaba en la ausencia de sonido. Mi mamá se había metido en lo que por ahí se conoce como el túnel de la muerte, en donde el flujo de silencio, o del sonido que individualiza a otros sonidos para hacerlos audibles, queda interrumpido. Claro que todo esto no tiene en realidad mucha importancia. Lo que tiene importancia es que Rosa llevaba un vestido ordinario de flores azules y amarillas y que unas medias negras de lana muy gastadas le cubrían las piernas hasta las rodillas. Y que, en contraste, debajo del vestido, llevaba una ropa interior costosa y elegante, de complicados encajes translúcidos. De este contraste tuvo mi mamá conciencia cuando le levantó el vestido y le clavó en la carnosa nalga izquierda la jeringuilla. Pero como todo ocurrió en aquella fulminación de las categorías, Rosa no se dio cuenta. Había sido inoculada en completa ausencia perceptiva (ni el más sigiloso mosquito hubiera alcanzado tal destreza). Por eso, cuando más tarde Rosa notó en aquel sitio la presencia de un gran hematoma, se quedó sorprendida, y comenzó a temer, con razón, que se hubiera producido una laguna en la sucesión de los eventos.
Hay que hacer notar que el cuerpo de Rosa era fuerte y que luchó durante horas contra aquellas partículas extrañas, enviando numerosas señales de alerta a su sistema inmunológico, y poniéndoles ingeniosos obstáculos eléctricos que, exteriormente, se traducían en un acelerado parpadeo. Sin embargo, el neurólogo había hecho un buen trabajo. La fluidez de la solución era óptima y aunque todos los gérmenes confusos fueron aniquilados, sobrevivió el más importante, y obligó a ese monumento despótico que era el cuerpo de Rosa a acatar mis restos esenciales.
Ya al día siguiente Rosa se sentó frente a la computadora y comenzó la redacción de este escrito. Su cuerpo tenso, agarrotado, trataba de evadirse, pero el germen dictaba con furia imperativa, y Rosa, poseída por una rabia sorda, copiaba. La rabia de Rosa no sólo se fundaba en el hecho, ya de por sí enfurecedor, de estar siendo dominada por un corpúsculo incorpóreo proveniente de un ser que ella misma había destruido, se fundaba también en el desprecio que le inspiraba todo lo literario, sumado al que le inspiraba todo lo gay. Y estos desprecios no eran vanas opiniones sino estructuras de su personalidad arrolladora. Porque así como lo indefinido era mi marca de fábrica, la suya era la determinación negativa, y su organismo contenía cantidad de anti-gérmenes entre los cuales se hallaba el `anti-escritora gay`, que en este momento se retorcía de asco y de impotencia. Cuando el texto estuvo listo, mi mamá lo secuestró para que cierto honorable abogado lo presentara a una corte en calidad de confesión criminal. La justicia, por supuesto, no dilucidó mayor cosa, pero como el documento iba acompañado de un tratado científico, escrito por el neurólogo, en el que se demostraba la absoluta validez de los métodos utilizados para la obtención de las pruebas, el difuso marido fue liberado y Rosa condenada a cadena perpetua.
En la cárcel, el cuerpo de Rosa gobernado por mi germen, continuó escribiendo textos de esta índole y perfeccionando su estilo hasta lograr maravillas técnicas que obtuvieron gran éxito en el mercado, sobre todo desde que el germen, ya profesionalizado, suprimió toda aburrida mención al señor Leibniz y a mis experiencias personales. El germen también obligó a Rosa a mantener relaciones íntimas con otras presas para conseguir material de primera mano. Y una vez que alcanzó la plenitud de su desarrollo, la gloria literaria gay que tanto anhelaba, mi mamá y el neurólogo, mediante una operación en la que no sólo intervino el bisturí sino también el soborno, sustrajeron el germen del aparatoso cuerpo de Rosa y volvieron a colocarlo en el frasquito. El mismo frasquito que ahora descansa sobre una mesa de la casa de campo donde mi mamá y el neurólogo viven una pasión sencilla y alegre.