La noticia

Ya hacía muchos años que me había muerto cuando mi marido murió mientras dormía, ahí a mi lado, en la cama matrimonial que durante tantos años habíamos compartido. Después del café con leche del desayuno se dispuso a darme la noticia de su muerte. Las palabras de pésame casi brotaron de sus labios pero a último momento se contuvo. Pensó que yo iba a enloquecer de dolor, que aquella horrible noticia podía conducirme a mí también a la muerte. No dije nada, me limité a comprenderlo en silencio, a compadecerlo, pues lo mismo me pasó a mí el día de mi fallecimiento, no encontré la manera de decírselo, me dio miedo que sufriera, que cayera en el alcoholismo, se tirara de un puente. Lo comprendí, digo, mientras lo observaba dar vueltas nerviosas alrededor de la mesa de la sala, lanzándome de tanto en tanto breves miradas perplejas.

Por fin se fue al trabajo. Con un nudo en la garganta salí a hacer las compras para el almuerzo. Aunque no era sólo dolor lo que sentía, también una felicidad escondida, pues qué considerado de su parte no querer darme ese disgusto, y al mismo tiempo, no sé, ahora que los dos estábamos muertos, la muerte nos unía con un lazo aún más estrecho que la vida. La única diferencia entre nosotros era que yo sabía que ambos habíamos muerto y él, en cambio, sólo estaba al tanto de su propio e incomunicable fallecimiento.

Yo también sabía lo que le esperaba vivir ese primer día de su muerte. La extrañeza de no encontrar una esquela en el periódico, ni el anuncio del velorio, ni a su mamá bañada en llanto. Indagaría en los rostros de sus compañeros de trabajo, buscando alguna señal que confirmara la triste novedad de su estado, pero inútilmente. Por cierto, me consta que uno de estos compañeros, al que mi marido más aprecia, hace tiempo que está muerto. No se atrevió a decírselo a su amigo, con el que bebía cerveza los sábados, y sigue haciéndolo, pero me lo dijo a mí una de esas tardes, aprovechando que mi marido estaba en el baño.

Pobre hombre, su mirada perforaba el piso mientras con gran torpeza de palabra me comunicaba la desdicha. Ya era tímido y sensible cuando estaba vivo, pero con la muerte esas cualidades se avivaron. Sufría mucho por su amigo, no podía ser él quien se lo dijera. Así pues me rogó que fuera su emisaria. Acepté, pero tampoco pude encontrar el momento. Mi marido no es muy sociable. ¿Cómo arrebatarle a su único compañero de cervezas? Yo no bebo, y además soy su esposa, no es lo mismo. Así que lo fui postergando, pasó el tiempo, mi marido no se dio cuenta de nada.

Un sábado, mucho después, en la misma circunstancia, le confesé al amigo de mi esposo que yo también estaba muerta. Qué terrible, dijo, vive entre muertos. No me gustó este comentario. Al fin de cuentas, nuestra muerte secreta lo beneficiaba. Así se lo dije, con un tono un poco áspero. Me ofreció muy nervioso sus disculpas, que yo acepté de inmediato, disculpándome a mi vez por aquella súbita aspereza. Y es que cuando se está muerto todo se vuelve vulnerable, la sensibilidad se agudiza, ya no hay distancia.

El sábado siguiente a la muerte de mi esposo, mientras éste se hallaba en el baño, le comuniqué al amigo su muerte. Se echó a llorar desconsolado. Cuando mi marido volvió a la sala y preguntó qué pasaba, que por qué aquel llanto repentino, le dije: sabemos que estás muerto. Profirió un grito terrible y cayó al suelo. Nos costó reanimarlo. Su amigo me hizo reproches. Cómo le vas a decir eso de esa manera, pobre hombre. Yo no podía creer en lo que había dicho, en la manera súbita, brutal con que me había expresado. Fue un exabrupto, no pensé, me salió solo. No fui yo, llegué a decir.

Todo esto lo decía entre lágrimas porque también a mí me golpearon mis palabras. Era como si me hubiera dado a mí misma la noticia. Ya mi marido había vuelto en sí y quiso saber cómo y desde cuándo sabíamos que él había muerto. Y otra vez aquella voz ajena brotó de mí. No te preocupes, le dije, nosotros también estamos muertos.

Así, después de tan largo y cuidadoso silencio, la noticia se abrió paso y nos llegó a todos. Nos abrazamos y lloramos locos de tristeza por nuestras muertes, pero aliviados también, porque por fin ya no teníamos nada que ocultar, por fin estábamos sinceramente muertos.

Nacimiento

Cuando abrí los ojos en ese pasillo silencioso que me llevaba a la vida, venía de la muerte. Aunque el tránsito había sido breve, de hecho casi imperceptible, sólo conservaba de ella, de mi muerte, unas cuantas imágenes en avanzado proceso de teorización. Un mobiliario cubista impregnado de odio y de violencia caía en zig zag por el espacio, entrechocando sus diversos elementos, en dirección a una superficie casi plana, absorbente, del color del plomo. Al llegar abajo, los objetos en pugna eran engullidos por esa llanura porosa, y en su interior sometidos a lo que me pareció (y tal vez era) un orden racional. Las formas, penetradas por el signo de las formas, renunciaban de mala gana a la rabia vital y a la oblicuidad. Me refiero a que se volvían blandas, gomosas, y terminaban aceptando una casilla en la cuadrícula de una vasta y compacta matriz. En este proceso de desciframiento de mi muerte había algo melancólico, algo turbio y distante, que no atenuaba en lo más mínimo el terror de mi corazón.

Pero, a medida que avanzaba, estas visiones, a las que acompañaba un gran ruido, se aplacaban al ponerse en contacto con la dulce y callada penumbra del pasillo, en aquella humilde pero acogedora casa de huéspedes.

Todo cambió cuando penetré en la habitación. Groseras lámparas de neón emitían destellos bruñidos, grises y azulados. En un colchón, depositado con sencillez sobre el suelo, dormía mi madre. No me extrañó que abrazara un grueso volumen de trigonometría de tapas marrones ni que en la habitación reinara el desorden. Todo me resultaba a la vez nuevo y familiar. Por otra parte, en seguida me di cuenta de que yo estaba condenada a permanecer en estado de anterioridad, pues mi incursión en la habitación de mi mamá soltera, estudiante de bachillerato nocturno, era prematura. Yo no nacería aún, pasarían años tal vez. Pero no caí de inmediato en la desesperación por este motivo. Ah, no. Cualquier espera me parecía preferible a los acontecimientos instantáneos, pero insufribles, de mi muerte reciente.

Al principio, quise aprovechar el tiempo vacío para rememorar y reflexionar sobre los acontecimientos pasados con el fin de no incurrir en los mismos errores. Me imaginé que podía aprovechar el tedio de los momentos venideros en beneficio de cierto progreso futuro. Incluso imaginé que la espera me enseñaría el arte, tan despreciado en mi otra vida (tanto por mí como por la época), de la paciencia. Pero no recordaba nada, o casi nada. Cuando mi mamá despertó y comenzó a dar vueltas nerviosas por la habitación buscando su cepillo de dientes, se apoderó de mí un hormigueo, una angustia.

A pesar de no haber aún nacido, el canal que comunica naturalmente a una madre y una hija se encontraba ya en pleno funcionamiento. Sentía, como si fuese mía, la boca pastosa de mi mamá que había bebido demasiado vino en el almuerzo con sus amigos, en su mayoría artistas indisciplinados, y luego se había encerrado con el falso propósito de dedicarse a estudiar aquella aburrida materia. El desorden de la habitación aumentó como consecuencia de su búsqueda. Las manos de mi mamá temblaban en contacto con los numerosos objetos que no eran su cepillo de dientes. Y este temblor yo lo sentía en mis manos no nacidas y había en él un odio compulsivo y refrenado, había una profunda incapacidad para soportar el momento presente que me hizo recordar lo tremendo que era estar dentro del tiempo, sujeta a sus minutos, sobre todo a ésos que transcurren dolorosamente fuera de la realidad o de su médula. En síntesis: me desmayé.

(Debo aclarar que no tanto por el hecho de que faltaban años para mi nacimiento, como porque yo me encontraba, formalmente hablando, en estado de tabula rasa, el canal era unidireccional. Mi mamá experimentaba una gran variedad de desbarajustes químicos y eléctricos que repercutían en mí de manera inmediata. Yo, en cambio, no podía hacerla padecer. Comencé a desear que mi nacimiento no se produjera, porque me espantaba la idea de que a estos sinsabores se añadieran necesidades físicas. No se me ocurrió pensar que el hambre, la sed, el escozor, serían sustitutos amigables de las dolencias ficticias. Pero tampoco me atraía la idea de permanecer así indefinidamente, pues ignoraba qué posibilidades de cambio ofrece un estado de no vida. Desde un punto de vista lógico es fácil sospechar que un no nacido es incapaz de morir y que sus capacidades se limitan al nacimiento, pero la poca (o engañosa) incidencia de la lógica en la realidad de mi otra vida me dejaba cavilosa, considerando qué oportunidades de transformación, o de fuga, por ahora insospechadas, podrían presentárseme).

¿Qué podía hacer?

Como ya dije: me desmayé.

En el fondo de mi desmayo vi las huellas repetidas de ese dolor perdiéndose en lo que podría llamarse nieve o arena. Si pensaba en extensiones vistas con la amplitud de los ojos veía la península de Paraguaná, su ventisca arrebatadora de bolsas plásticas a rayas anaranjadas o azules. Pero los recuerdos comenzaban a borrarse, y me pareció curioso que en este lento desaparecer de los decorados del mundo fueran apareciendo algunos reconocimientos que podía arrastrar conmigo fuera del desmayo. Abrí los ojos, miré. Con un lápiz y un papel mi mamá se afanaba en sus ejercicios trigonométricos en los que sería examinada al día siguiente. El gesto de tachar se repetía constantemente. No se concentraba, parecía al borde del llanto. Pero fui yo la que estallé en un sollozo lánguido, prolongado, parecido al aullido de un lobo.

Inmediatamente mi madre se calmó. Ordenó un poco el cuarto e improvisó una mesita en la que se sentó muy seriamente a estudiar. Yo la observaba con atención. En cuanto mostraba señales de impaciencia o desesperación, yo aullaba, me quejaba, pataleaba. A las cuatro de la mañana, mi madre, muy satisfecha, cerró los libros y ordenó los papeles. Luego se fue a acostar. Al día siguiente la acompañé al examen, que duró dos horas. Dos horas en las que me encargué de expresar con toda la fuerza de era capaz todas las emociones posibles. De esta manera liberaba a mi madre de todas las emociones posibles. Su mente estaba fría, su pulso firme. Obtuvo un sobresaliente.

A mi mamá le parecía que se había obrado un milagro. Estaba orgullosa de su nueva personalidad. Dejó de beber y despidió a sus amigos que durante semanas golpearon a su puerta, intentando recuperarla. Pero ella ya no quería tener nada que ver con lo que llamó “el poetariado etílico”. Ella se estaba forjando un porvenir. Ya no era la loca que necesitaba huir de sus emociones desmedidas para caer en otras aún más desmedidas. Muy pronto terminó el bachillerato nocturno y se inscribió en la universidad. Daba gusto lo ordenada que estaba su habitación, lo fácil que le resultaba encontrar su cepillo de dientes y cepillarse vigorosamente cada mañana. Yo seguía haciendo concienzudamente mi trabajo, inmersa en una especie de circo trágico, para ayudar a mi futura madre, como una buena futura hija, a cumplir sus tareas y así poder nacer, si es que algún día nacía, en un ambiente menos decadente del que había encontrado a mi llegada, de ser posible un ambiente burgués. Para eso, mi mamá tenía que graduarse, encontrar trabajo, novio, casarse, conseguir una casita y un perro. Recién entonces yo nacería. Esos eran mis planes, pero estaba cansada, el trabajo emocional me tenía al borde de lo que pensé sería un ataque de nervios completamente mío.

No fue esto lo que ocurrió. Una mañana oí el vigoroso cepillarse de mi madre, el sonido de los libros y cuadernos que introducía en su portafolios y el golpe seco de la puerta al cerrarse. El cansancio me impidió seguirla, permanecí inmóvil todo el día, sumergida en un sueño lleno de sobresaltos. ¿Qué sería de mi madre sin mí? ¿Que pasiones obtusas la invadirían? Mis temores no eran infundados. Ese día mi mamá conoció a un hombre y se volvió completamente loca. El hombre, que inmediatamente se instaló en la habitación, tocaba la trompeta. Todo volvió a ser un caos, los vecinos se quejaban constantemente del ruido y algunos miembros del poetariado etílico volvieron a hacer acto de presencia.

Con las pocas fuerzas que me quedaban y a pesar del gran sueño que intentaba arrastrarme a todas horas, me afané en sentir y expresar todo lo que podía. Tuve grandes dificultades con el deseo sexual que al principio vencía en pocas ocasiones, pero pronto aprendí a ponerme lasciva y logré que mi mamá, a la que el trompetista calificó de frígida, siguiera estudiando. Unos días antes de nacer ya no pude resistirme al gran sueño. Este se apoderó de mí, me hundió en una tibia, oscura caverna. A veces me despertaba un poco, oía el vigoroso cepillarse de mi mamá y sonreía. Todo seguía su curso. El sonido me arrullaba y volvía a dormirme.

Hoy, a las nueve de la mañana, nací. Me siento invadida por un enorme tedio. Ni siquiera la noticia de que tenemos casa, perro y de que el trompetista ha sido sustituido por un hombre serio y callado ha conseguido alegrarme. Por el contrario, encuentro todo de pésimo gusto. Mi único medio de expresión es el llanto que sólo sirve para que me den de comer, me cambien los pañales o me unten de crema la piel irritada. Ni se les ocurre que pueden molestarme otras cosas, como ese lenguaje idiota con el que me hablan. Me siento avergonzada de haber trabajado tanto en la creación de este mundo mediocre. No soporto el ruido del cepillo de dientes por la mañana, la boba cara del perro y la más boba cara del hombre sin trompeta. Mi mamá se ha convertido en una persona insípida. Ojalá el trompetista y el poetariado etílico estuvieran aquí haciéndome reír con sus locuras. Estoy ansiosa por llegar a la adolescencia, fugarme, y vivir como me dé la gana.

Causa primera

Antes de mí no había nada, y con esto no estoy alardeando. Por el contrario, lo que pretendo es aclarar que yo, la primera causa, no fui realmente gran cosa. Es cierto que después muchas grandes causas se derivaron de mí y supusieron que necesariamente se derivaban de algo más grande o poderoso, pues no hubieran podido ser sin mí. En el fondo, y a pesar de su enorme petulancia, nunca dejaron de considerarse sólo efectos que producen efectos. Y hasta ahora nada ha podido sacarlas del convencimiento de que yo soy superior o de una índole diferente. A mí, no es que no me guste sentirme superior, de hecho me siento superior, pero no por ser la causa de tantos grandes efectos presumidos (de esto, aunque no sea mi culpa, me siento más bien avergonzada, sobre todo en los contextos en que causa y culpa son sinónimos). Pero mi superioridad consiste en que yo fui un hecho insignificante y sin pretensiones. Algo así como mirar el techo un segundo. Pruebe el lector a mirar el techo un segundo y comprenderá a qué me refiero. Hágalo ahora. Se quedará asombrado, no lo dudo, sí, de lo poco que soy. Pero debo advertir algo: así como yo fui el primer hecho, un día llegará el último, que será efecto puro, incapaz de causar nada y tan poca cosa como yo, porque él será mi efecto y yo seré su causa. Para entonces, todo lo que hubo en medio desaparecerá por superfluo. Se dirá que se ha escogido un camino absurdo y retorcido para que una insignificante causa alcance su insignificante efecto. Pero: ¿de dónde sale que los procesos han de ser simples o al menos racionales? ¿No bastan las pruebas que indican lo contrario? A mí me bastan. Y mientras las grandes causas siguen pariendo grandes efectos, yo simplemente espero. Tal vez ¿por qué no? alguno de esos lectores que siguiendo mi consejo ha mirado el techo un segundo se dé cuenta de que él mismo ha producido (¡por fin!) este último hecho. Y en tal caso sólo me queda decirle: gracias, gracias...

El locutor

Un nuevo virus causa estragos en la población capitalina. Se trata de “el narrador depravado”, también conocido como el “chismoso íntimo” o más sencilla y popularmente “el locutor”. Se manifestó por primera vez en una señora de 62 años residenciada en un edificio de la calle Miranda en nuestra ciudad capital. Su hijo, abogado soltero, dio a conocer que el 23 de septiembre, a las diez de la noche, una voz “educada” como la de un empalagoso locutor de radio comenzó a hablar por la boca de su madre. En un principio se mostró sorprendido, ya que era una voz masculina, pero luego quedó absorto. Se enteró así de cosas profundamente raras sobre la vida de su madre, por la que él hasta ese momento dijo sólo haber sentido un humilde respeto. Dijo también que los ojos de la víctima no salían de su asombro y que sacudía la cabeza en un esfuerzo exasperado por negar lo que el virus decía. Interrogado acerca de lo que el virus decía el hijo se negó a revelar nada y unas lágrimas de ira afloraron a sus ojos. Interrogado acerca de las lágrimas de ira dijo que sus sentimientos hacia la afectada se habían transformado sin remedio, y que aunque ahora sabía que no era su madre quien hablaba sino un virus, había frases que jamás podrían ser perdonadas. ¿Había cometido su madre algún delito o acto vergonzoso? Sí, pero lo imperdonable no era eso, sino algo así como el estilo. ¿Algo así como el estilo? Sí, el locutor, como le dicen, distorsionaba las cosas. Mi madre contó anécdotas monstruosas, cosas de las que yo nada sabía y hubiera preferido no saberlas, pero también contó otras que me eran familiares y en las que incluso yo figuraba. Eran hechos, usted sabe, completamente inocentes, pero el locutor les imprimía un tono ofensivo, y al mismo tiempo, aunque la voz era muy seria, se burlaba. Todo sonaba muy ridículo.... dolorosamente ridículo. Yo no sabía, concluyó -cansado de luchar con las palabras-, si llorar o reír, y al final le di a mi madre una patada. Minutos más tarde, a la vivienda arribó una sobrina de la víctima que, horrorizada (porque la patada se la había dado el hijo a la madre en la cabeza y la cabeza de la madre sangraba en abundancia), procedió a llamar a la ambulancia. Se ha prohibido a la prensa que reproduzca los relatos, calificados por los organismos sanitarios como “altamente nocivos para la conducta”. El único y tosco recurso que se ha encontrado hasta el momento para frenar los desmanes del flagelo consiste en anestesiar la lengua de la víctima. La xilocaina ha desaparecido de las farmacias y los que acudieron nerviosamente a acapararla llevan sus atomizadores en el bolsillo. La aparición del virus se manifiesta por un hormigueo en la lengua que poco a poco se vuelve más intenso hasta que, más que un hormigueo, según testimonian numerosos afectados, da la impresión de que miles de alfileres se clavaran en la lengua, o que un enjambre de avispas se apoderara agresivamente de la misma. Por eso se afirma que el virus comienza con un hormigueo y termina con un avispeo. A los tres días, cuando el avispeo cesa, el virus desaparece, pero la persona no vuelve a ser la misma. No sólo se ha perjudicado la relación con sus congéneres, sino que se ha infringido un daño irreparable a la relación saludablemente respetuosa, señalan los psiquiatras, que la persona mantiene consigo misma. Y esto debido a que las versiones del locutor sobre la vida de sus víctimas en general son pavorosas, aunque también existen testimonios de que en ocasiones no pasan del nivel informativo, pues el locutor perverso no se ensaña igual con todo el mundo, sino que se adapta a los particulares niveles de ignorancia. Un ejemplo de esto último lo encontramos en un señor de 55 años por cuya boca el locutor dijo: “yo no sé inglés”. Esta sencilla frase bastó para que el hombre se sumiera en una grave amargura e ingiriera veneno para ratas, pues al parecer su biblioteca rebosaba de libros en inglés que él además había leído aunque sin comprender una palabra, y aún así ignoraba que su ignorancia del inglés fuera absoluta. Y esta ignorancia le servía para sentirse satisfecho de sí mismo y no ingerir veneno para ratas. Pero en otros casos, se sospecha que el locutor no sólo tergiversa los hechos sino también que los inventa, no se sabe si sacándolos de la verdadera nada o excediéndose en la distorsión hasta alcanzar el grado creativo. Sin embargo, faltan pruebas, y las sospechas son también objeto de sospecha, ya que muchas víctimas afirman al curarse que todo es mentira, con vistas, se presume, a proteger su buen nombre. Un escritor de cierta fama ha declarado ante los medios que los relatos del locutor son humorísticos y que este virus sería muy útil si la gente estuviera dispuesta a reírse de sí misma, pues uno mismo es la mayor fuente de risa que se puede encontrar en este mundo de hipocresía circunspecta. El escritor en cuestión se contagió a propósito poniéndose en contacto con personas afectadas y al recuperar su propia voz aseguró que el locutor había sido indulgente, que apenas le había arrancado una sonrisa ligeramente amarga y que él tenía versiones mucho más ridículas y espantosas de sí mismo. También afirmó enigmáticamente que la única manera de decir la verdad era inventándola. No obstante, no todos tienen la suerte de ser escritores y gozar de una imagen tan deplorable de sí mismos. Las cifras indican que casi nadie sale ileso. Sin ir más lejos, la madre del abogado soltero murió en el hospital esta mañana, no tanto a consecuencia de la patada en la cabeza como a la ineficacia del cirujano que, fascinado por el discurso del chismoso íntimo, perdió la concentración en su trabajo. Por su parte, el hijo se encuentra detenido. También se detuvo al cirujano, aunque fue liberado a las dos horas, gracias a la intervención de un abogado que planteó la imposibilidad de determinar si se procedía legalmente o no al arrestarlo. Abordado por la prensa a la salida declaró lleno de euforia no sentir ningún remordimiento y expresó su gratitud hacia este virus que le reveló, mientras destrozaba a su paciente, aspectos tan interesantes de su persona, pues él siempre se había figurado que carecía por completo de aspectos interesantes. Por eso, añadió, se dedicaba con tanto fervor a su trabajo, pero en adelante se lo tomaría con más calma para cultivar sus aspectos. Este caso, también excepcional, como el del escritor ya referido, confirma una vez más que la actuación del virus no es uniforme. Por desgracia, las excepciones, aunque abundan, siguen siendo excepcionales, y son incontables los suicidios, asesinatos y percances que se atribuyen a esta peste. Fuentes extraoficiales sostienen que el presidente se encuentra en plena fase de hormigueo y que aún así se niega a anestesiarse la lengua o a postergar el discurso televisivo previsto para esta noche a la hora del capítulo final de La mulata ardiente. El redactor de esta noticia interrumpe ahora su informe debido al incremento de un hormigueo en los dedos de ambas manos. En esta última oración (las punzadas son cada vez más dolorosas) que escribe con esfuerzo, desea alertar a los ciudadanos sobre la posibilidad de que el virus también afecte a la expresión escrita, por lo que procederá (¿o será tarde?) a anestesiarse los dedos.

Infancia

Recuerdo un caserón oscuro, un piano y un largo pasillo. En cada habitación vivían dos o tres señoras muy viejas. Yo no había cumplido los tres años. De pronto, por una razón sumamente misteriosa, comencé a sentirme orgullosa de mi dedo índice. En la oscuridad del gran vestíbulo donde esperaba todas las noches a mi madre, me dediqué a observar en silencio mi dedo índice y a encontrarlo dotado de una rara perfección. Cierto día sentí el impulso de mostrarlo y me interné en el largo pasillo. Mis pasos apenas se oían en la alfombra desgastada. Una por una fui llamando a aquellas puertas cerradas. Cuando una se entreabría con recelo, yo levantaba el dedo y sonreía, segura del impacto que produciría un dedo tan perfecto. Las señoras examinaban mi dedo y sonreían. Durante una larga semana repetí este recorrido, hasta que las señoras se cansaron. Entonces, en la oscuridad del vestíbulo cerré los ojos y vi que mi mente estaba sucia. Este descubrimiento me hizo olvidar por completo el asunto del dedo. Ignoro qué relación había entre ambos hechos. Sospecho que ninguna. Cada noche, cuando mi madre llegaba del trabajo, me encontraba sumida en las manchas, los garabatos, el polvo, las fealdades que ensuciaban mi mente. La imagen era nítida y lo abarcaba todo. Apoyaba la cabeza en la tapa del piano y trataba de limpiar mi mente borrando lentamente aquellas manchas. Durante varios minutos me sentía presa de la angustia y me era difícil respirar. Cuando por fin había conseguido limpiar un pequeño trozo, me internaba en una maraña de cosas muertas, trapos, insectos, pelambres, hierros oxidados, formas extrañas, parecidas a gatos, que apretadas unas contra otras, yacían en el basurero de mi mente, como en una selva muy densa. Mis incursiones producían serios disturbios en aquel conglomerado de inmundicias. Las cosas se separaban a mi paso, o mejor dicho, al paso de esa mirada indagadora que penetraba en ellas y trataba de anularlas. El pequeño trozo que yo había logrado limpiar, y al que no sabía cómo proteger, se veía inundado por el lento desparramo de las suciedades. Un día que mi madre me llevaba de la mano, cruzamos una calle de mucho tráfico y mi cartera azul decorada con peces se deslizó de mi hombro. Solté la mano de mi madre y corrí a recuperarla. Un automóvil frenó a pocos centímetros de mi cara. Me quedé mirando el parachoques mientras oía el grito aterrorizado de mi madre. Entonces cerré los ojos y en un instante vacié las suciedades de mi mente. Vi un paisaje blanco, como de nieve, y una línea que me pareció un sendero, deslizándose límpida y vertiginosa por la blancura sin tacha del paisaje. Mi madre me apretó la mano con fuerza para que no volviera a ocurrir lo mismo. Yo sentí aquel estrujamiento de mi mano y me quejé débilmente. Pero en el fondo me sentía poseída por una intensa calma. Ya había cumplido los cinco cuando vi a un hombre en la calle que limpiaba el vidrio trasero de su automóvil con una esponja húmeda. El hombre era meticuloso, pero un pequeño pedacito del vidrio, en forma de triángulo, permanecía sucio, inmune al frotamiento. Levanté el índice para señalárselo, pero el hombre estaba de espaldas y no me veía. Luego el hombre se fue con su automóvil y yo me quedé allí en esa tonta postura. Ya había cumplido los cuarenta, cuando de golpe mi dedo índice se levantó y señaló aquel pedacito sucio del vidrio que ya no existía, como si aún no hubiera logrado resignarse a soportar esa minúscula imperfección, ese olvido. Entonces, mi dedo índice me recordó el caserón oscuro, del que nos habíamos mudado poco tiempo después del incidente de la cartera azul decorada con peces. Y me recordó aquella peregrinación de puerta en puerta, las sonrisas un poco asombradas de las señoras, su alegre recibimiento los primeros días, los halagos risueños y exagerados que le prodigaban a mi dedo, y recordé cómo -pasados unos días- entreabrían la puerta y volvían a cerrarla después de una fingida exclamación de sorpresa, y que a veces me daban un caramelo para que me fuera rápido. Finalmente, recordé que aquellas puertas ya no se abrían y que yo permanecía con el dedo en alto durante un largo minuto. Fue entonces cuando me dirigí al vestíbulo, me senté en el taburete del piano y descubrí que mi mente estaba sucia. Luego vino el incidente de la cartera azul decorada con peces y, años después, vi a ese hombre limpiando el vidrio de su automóvil.

El delegado

Hace tiempo, en una reunión social, me presentaron al delegado. Un hombre flaco, de ojos oscuros, a la vez perspicaces y asombrados. Iba vestido de negro, lo que acentuaba su delgadez. Se mostraba cordial, aunque un poco distante, como si reservara parte de su atención a algún asunto difícil que tenía en mente.

Formábamos un grupo de seis o siete, de pie, con nuestros vasos de whisky, junto a la puerta de un hermoso jardín. Cuando la conversación decayó y el grupo comenzó a dispersarse, me interné en el jardín. El delegado me siguió. Nos sentamos sobre el borde de un muro de piedra a contemplar el cielo estrellado mientras conversábamos sobre cualquier tema, sin prestar demasiada atención a lo que decíamos. Me gustaba este rasgo del delegado: que considerara la conversación habitual como algo ajeno, una especie de ruido que la costumbre torna inaudible. Muy pronto hicimos silencio. No sentí ninguna inquietud, y aunque siempre me cuesta concentrarme en la contemplación el cielo estrellado, disfruté del silencio y de la compañía poco exigente de aquel hombre al que acababa de conocer.

Pasamos varios minutos en perfecta armonía, hasta que el delegado habló. Me sobresalté ligeramente, porque su voz había cambiado. El tono era más bajo, más profundo, con acento de locutor profesional. Las palabras se alargaban con sugestivo letargo. Al mirarlo, encontré sus ojos redondos, opacos, muy cerca de los míos.

Desde ese momento quedé sometida a él, aunque la índole de mi sometimiento no era común. Podría pensarse que se trataba de una situación ideal. Al día siguiente me visitó y sin mayores preámbulos (ni siquiera aceptó una taza de café) se mostró dispuesto a hacerse cargo de las tareas que a mí me resultaban más fastidiosas, como las compras y los trámites. No tuve que ir más al supermercado, ni al banco a pagar cuentas. Disponía de un tiempo precioso, que dedicaba a estar conmigo misma, en perfecto silencio, cuidando unas plantas que me regaló el delegado.

Mientras yo compraba herramientas de jardinería, como palitas y escarbadores, el delegado se ocupaba de la reparación de aparatos domésticos, de la plomería y electricidad, poniendo remedio a gran cantidad de desperfectos. Por fin mi casa funcionaba a la perfección. A mis ojos, era el hombre más útil que había sobre la tierra. No sólo se encargaba de los aspectos más enojosos de mi vida práctica sino que además respetaba mi soledad. Yo le estaba profundamente agradecida. No sabía qué hacer para retribuirle tantos favores.

Nunca supe dónde vivía el delegado, pero siempre aparecía cuando lo necesitaba. Seis meses después de haberlo conocido, se mudó a mi casa. Ya no tenía que cocinar, ni limpiar, ni preocuparme por nada. Las personas que venían a visitarme, y que antes me ponían de muy mal humor, pues soy poco sociable, eran recibidas por él y despachadas por él. También atendía el teléfono como recepcionista experimentado. Con mucho tacto, cancelaba las citas que en un momento de debilidad yo había concertado.

En aquel tiempo yo trabajaba en una oficina de digitalización de planos, donde ganaba un sueldo aceptable. La oficina quedaba en el otro extremo de la ciudad, lo que me obligaba a pasar horas enteras en un tráfico infame. El delegado, que tenía contactos en todas partes, se las ingenió para que la empresa aceptara instalar los aparatos en mi propia casa y un mensajero me trajera los planos y viniera a buscar el material cuando estaba listo. Era una maravilla no tener que asistir a esa deprimente oficina. Aunque a mí, la verdad, me costaba concentrarme en el ambiente nada hostil de mi propia vivienda. Por fortuna, muy pronto el delegado aprendió a digitalizar mapas y se encargó de trasladar los datos a la computadora, con mucha más rapidez y eficacia que yo, ciertamente. Era un trabajo pesado y aburrido y me alegré de librarme de él.

Yo no tenía parientes a excepción de una tía ya muy vieja que vivía en el campo y tenía muchos problemas de salud. La visitaba una vez al mes para llevarle las medicinas que le hacían falta y algunas otras cosas útiles. Un domingo el delegado me llevó en mi automóvil hasta su casita y en pocos minutos entabló con mi tía una relación de mucha camaradería. En adelante la salud de ésta mejoró. El delegado la visitaba varias veces al mes y hasta la sacaba de paseo. Ya no preguntaba por mí cuando llamaba por teléfono. Le contaba al delegado todas las minucias de su enfermedad. El la escuchaba con paciencia y le daba consejos llenos de ternura.

Para entonces yo me pasaba casi todo el día en la cama leyendo y viendo televisión. A las cinco o seis de la tarde me levantaba, regaba las plantas, las podaba, revolvía la tierra con abono, y gozaba del silencio de su compañía (siempre me ha parecido absurdo eso de conversar con las plantas y desaprovechar la oportunidad de una relación en la que no hay que decir tonterías a cada momento. En este sentido mi relación con el delegado era bastante parecida, sólo que yo era la planta). Lo cierto es que las plantas crecían cada día más frondosas y bellas.

Una tarde me dolía la cabeza de tanto fijar la vista en la pantalla y sentía dolores musculares a causa de la inmovilidad. El delegado me dio una aspirina y me dijo que no me preocupara, que él se encargaría de regar las plantas. Y en adelante lo hizo cada tarde, porque ya no pude levantarme.

Un día sentí una extraña flojedad en la mano con la que sostenía el libro. Un instante después el libro cayó al suelo. Ya no pude seguir leyendo. Tampoco los dedos me respondían, por lo que me era imposible utilizar el control remoto para cambiar de canal. El delegado se ocupó entonces de ajustar el volumen y cambiar el canal cuando era necesario, por lo cual le estuve más agradecida que nunca. Y en cuanto conseguía un momento libre de sus muchas ocupaciones y tareas, me leía un capítulo de la novela que yo había dejado a medias.

Estos momentos en los que el delegado me leía comenzaron a ser los más importantes del día, sobre todo a partir del momento en que me resultó imposible abrir los ojos y tuve que privarme de la televisión, al menos en su aspecto visual. Me parecía tener dos enormes vigas sobre los párpados y todos los esfuerzos que hacía por levantarlos resultaban inútiles. También comer era un problema, aunque el delegado me preparaba papillas deliciosas, que me ponía en la boca en pequeñas cantidades y me exhortaba a tragar con palabras amables. De todos modos, no era mucho el alimento que requería mi cuerpo inmóvil.

Generalmente, después de cenar, el delegado me leía algún párrafo de la novela, aunque muy despacio, porque mi mente también estaba fláccida y decaída. Me costaba distinguir las palabras y encontrar en cada caso su significado. Ya no podía hablar, pero emitía un ruidito, parecido a un corto cacareo, para indicarle cuándo debía repetir la oración, pues no la había entendido. Aunque, de todos modos, me gustaba oír la voz del delegado con sus modulaciones monótonas, sin preocuparme mucho del sentido.

Por alguna disfunción que vino a sumarse a las otras, comencé a oír mal. El delegado, con su paciencia infinita, me gritaba los párrafos de la novela muy cerca de la oreja. Poco después dejé de oír.

Ahora me es imposible obtener cualquier información del mundo exterior, y mucho menos (tal como parece que hago) prodigarla, por lo cual es él, el delegado, quien les habla. Pero estoy tranquila, sé que no tergiversaría los hechos y que mis asuntos, de los que he tenido el gran privilegio de librarme, marchan de maravilla.

El perrito

Refiero el caso de cierta señora que acudió a mi con­sulta buscando alivio para una dolencia psíquica intolerable. Desde hacía semanas, dijo, en un susurro, padecía a causa de una encarnizada dis­cusión interior, en la que, pese a sus esfuerzos, había sido incapaz de mediar, opinar o poner orden. Manifestó que no eran sólo dos las partes en pugna sino probablemente más de veinte. Ella no conocía su número con exactitud aunque había tratado de llevar un registro, anotando y designando los dis­tintos timbres de voz y estilos oratorios. Los temas que se discutían eran varios, aunque prevalecía la política, la econo­mía, el tráfico de drogas y el fútbol. La mayoría de los parti­cipantes poseía mucha información y un sustancioso manejo de las cifras, lo cual, me confesó, la exasperaba.

Al llegar a este punto rió estruendosamente, notándosele a leguas, en el vidrioso destello azul verdoso de sus pupilas extraviadas, que no se trataba de una simple risa despreocupada. Anoté esta observación en mi cuaderno y decidí poner en práctica mis conocimientos de hipnotismo. Cuando la señora cayó en trance, incité a las voces a manifestarse a través de su boca. Pronto surgió de allí una algarabía incomprensible acompa­ñada de un minúsculo aullido que me erizó los pelos. No me costó mucho comprender lo qué ocurría. Si, como la señora afirmaba (y yo no tenía motivos para dudarlo), los partici­pantes eran más de veinte, poco podían hacer para expresarse a través de un único conducto.

En ese momento, el oftalmó­logo del consultorio de al lado golpeó la puerta para pregun­tarme si necesitaba ayuda. No me extrañó su aire preocupado. Comprendí que el ruido de veinte o quién sabe cuántos discutidores (más el aullidito) brotando de esa única y pequeña boca resultaba inquietante, y más para alguien sólo acostumbrado a rarezas visuales. Desperté a la señora y le di cita para el día siguiente. Al cabo de una serie de quince sesiones me pareció que los discutidores lograban un principio de orden. Se cedían la palabra durante breves instantes, y en los pocos espacios de silencio verbal aparecían masticaciones, degluciones y otros sonidos poco refinados.

Por un momento, estimé la magnitud de este sufrimiento, que obligaba a mi paciente a convivir día tras día con bestias auditivas. Pude apreciar, sin embargo, que los participantes no hablaban ya de temas abstractos, como la política, sino que se contaban anéc­dotas. La señora confirmó esto último. Con el paso del tiempo había ocurrido una transformación en las voces y en los te­mas. También el lenguaje se había vuelto más ágil y grosero. Ahora la fanfarronería reinaba sin tapujos. Se sienten como en su casa, dijo, y suspiró profundamente.

Dos semanas más tarde yo estaba francamente perplejo. Desperté a la señora y le dije que en su interior ya no se discutía, ni se narraban ridícu­las hazañas, ahora los invasores (como los llamaba ella) can­taban a voz en cuello, prorrumpían en fastuosas risotadas y salvajes ataques de tos. No pude menos que compadecer a mi paciente. Son unos asquerosos borrachos, dijo ella. Y así era. Algunos días después la fiesta comenzó a declinar. Sólo unas pocas voces roncas, deformadas por el alcohol y el can­sancio, brotaban de su garganta hipnotizada. Más tarde sólo quedaba un borracho hablando con algo que respondía a su intrincada sarta de tonterías con agudos aullidos y chillidos. Pobre animal, fue lo único que comentó la señora, y frunció la boca con disgusto.

Cuando este último borracho cayó, por la garganta magnetizada se dejaron oír ciertos ronquidos espas­módicos, sumados a los ruidos normales de un perrito. Ras­queteos, gruñidos, olisqueos y algún débil ladrido de vez en cuando. Al cabo de un mes, los ladridos ya eran feroces y brotaban de la garganta de la señora en cuanto yo, con dos o tres pases, la sugestionaba. Debo confesar que me atemoriza­ban, pues obviamente el perro era consciente de mi intromi­sión, y que inducía el despertar de la paciente casi de inme­diato, para evitar también el golpeteo característico del oftal­mólogo, que sospechaba de mí, aunque no me imagino qué sospechaba.

En cierta ocasión, aprovechando la ausencia del oftalmólogo, que se hallaba ­en cama con gripe, me propuse -y logré con gran esfuerzo- vencer el miedo. Me dije que, al fin de cuentas, por más ferocidad que transmitiera, el ani­mal no podía hacerme nada, pues pertenecía a la esfera sonora de la interioridad de mi paciente. La mantuve, pues, hipnoti­zada, y escuché con atención. El perro, que al detectar mi pre­sencia comenzó a ladrar furiosamente, pareció calmarse de inmediato para dedicarse a la tarea de olfatear aquí y allá al­guna cosa. Luego oí un gruñido pavoroso y una carrera en la que al principio las patas resbalaron sobre lo que imaginé unas baldosas pulidas.

Entonces oí el chasquido, la ruptura, el des­cuartizamiento brutal de una garganta que supuse humana y el choque de un fardo contra el suelo. Aquí la intensidad del miedo me obligó a sacar a la señora de su trance. Para mi sorpresa, abrió los ojos y sonrió con una placidez desconocida, un nuevo rostro sereno y luminoso. Y al percibir en mi cara las contracciones aún frescas del horror que había vivido, extendió el brazo y me dio unas palmaditas en el hombro. Le referí, angustiado, el peligro de su estado interior, que para mí se había agravado con la presencia del perro asesino. Pero la sonrisa serena persistía. Un ser probablemente humano, insistí, casi indignado, acaba de ser aniquilado en su interior. ¿No se da cuenta?

Sí, se daba cuenta, pero estos crímenes ocasionales no eran nada en comparación con aquellas fiestas vulgares y estridentes que la habían llevado a mi consulta. En realidad, le había tomado afecto a este animal que defendía con tanta ferocidad su territorio. Yo soy su territorio, afirmó con gran orgullo, mientras se incorporaba y se dirigía hacia la puerta. Antes de salir me entregó un cheque y me comunicó que ya no necesitaba mis servicios.

La flecha del tiempo

Que yo sepa, mi infancia fue una época gobernada por la más severa geometría poética. Recuerdo con nitidez el jardín del suburbio en que vivíamos atravesado por un fantasma: una línea quebrada, discontinua, formada por guiones, como las que indican lo que no se ve de un objeto dibujado en dos dimensiones. ¿Qué eran estas apariciones? Eran formas de mi vida futura que venían a investigar su pasado, incertidumbres ávidas de antigüedad, de algún trasto que les permitiera saber quiénes eran. ¡Como si los trazos inseguros de la memoria soportaran alguna identidad o siquiera una débil semejanza! Recuerdo también el desdén que me producían y cómo, cuando mi tía abuela era traspasada por ellas y se descomponían sus facciones, se desconstruían sus planos y emprendían una caída libre, vertical o inclinada, me echaba a reír para ocultar ante mis amigos (y ante mí misma) el embarazo de tener una tía abuela cubista.

Fueron épocas duras y raras. Pronto desistí de los amigos y mi lucha por engañar a los fantasmas del futuro (o investigadores del pasado) se convirtió en la más importante de mis actividades. Salía al jardín después de la merienda y comenzaba la farsa. Mi tía abuela, que según el resto de la familia no andaba muy bien de la cabeza, me ayudaba con su extraordinario ingenio. Entre ambas fingíamos alegrías y tristezas, rabias y amores. Hablábamos de lo que estaba ocurriendo, y en todo mentíamos, inventábamos, o más astutamente, desmentíamos acontecimientos ciertos o trastocábamos hábilmente su secuencia. Las líneas punteadas se embebían de aquella confusa información y regresaban una y otra vez para tratar de aclararse los recuerdos. Acudían los fantasmas de los veinte años con sus fijaciones simplistas, los desconcertados fantasmas de los treinta, los tensos cuarentones, y también algunos de edad difusa con interrogaciones raras y meditativas. Venían incluso paisajes del futuro (paisajes que yo vería: mares huracanados donde naufragaba una cabecita de perro o un pino visto a través de una ventana enrejada o una gasolinera en el desierto a las tres de la mañana o páramos magnéticos de niebla silenciosa o un salar infinito que era espejo del cielo), venían a superponerse con este jardín suburbano del pasado, en que mi tía abuela y yo lo falsificábamos todo, o casi todo, porque nunca pretendimos engañar a un paisaje, que es una entidad que no indaga, sólo se muestra, y vive en la soledad más rigurosa. Ni mi tía abuela ni yo entendíamos estas visitas (por suerte escasas) que con su belleza cruda nos ponían siempre al borde del llanto.

Una tarde, al volver de la escuela, me apresuré a terminar mi merienda y salimos. Nos extrañó encontrar el jardín vacío, pues a esa hora siempre había varios fantasmas esperando. Sentimos cierta ansiedad, cierta impaciencia. Ya estaba oscureciendo cuando vimos aparecer una línea punteada muy débil que avanzaba con lentitud desde el fondo. Era una diagonal trazada sobre un plano ondulante. Parecía al borde de la muerte. Permaneció a bastante distancia de nosotras, ausente y distraída, como si no le interesaran nuestros juegos. La tía abuela y yo teníamos preparada una escena de muy logrado histerismo, pero nuestros gestos, nuestras frases, todo sonaba tan hueco ante la esquiva serenidad de su presencia, que hicimos silencio.

La línea diagonal se acercó temblorosa por el aire y se inclinó hacía mí, doblándose por el centro y formando un ángulo recto cuyo vértice apuntaba al cielo del crepúsculo. Me estremecí, pero no atiné a moverme. Sólo mi mano resbaló por la tela a cuadros de la falda plegada de mi tía abuela, que un segundo después huía despavorida hacia la casa con una agitación entrechocada de cuadros rojos y grises. La punta de una de las líneas quebradas de la aparición me inspeccionó con agudeza. Contuve el aire, soporté un examen detallado. A través de sus ojos vacíos (sus no ojos) vi los míos desmesuradamente abiertos. Escuché un ligero clic, como si el ángulo del futuro me sacara una foto y comprendí, aterrorizada, que el espectro había descifrado el secreto de su infancia, y que se llevaría consigo, hacia la muerte, la imagen de una niña burlada.

Lancé un grito de angustia y comencé a dar manotazos. Los seniles guiones se dispersaron en el aire y cayeron como una llovizna sobre el césped. La noche se definió, no había viento, los ruidos de la autopista se amortiguaban en la espesura gris de las tapias —que limitaban las casas suburbanas con sus rebordes de vidrios verdes y blancos—, y se distorsionaban en un lenguaje lento, de torpe ritmo aserruchado. Un perro husmeaba las rejas de las casas y cruzaba la calle con un trote ligero. En la esquina, las luces del supermercado le incrustaron sus azules metálicos. Era un perro flaco, de orejas caídas. Antes de doblar la esquina se detuvo y olisqueó el tronco de un árbol.

Novela Rosa

Cuando mi mamá me trajo al mundo mi naturaleza estaba llena de gérmenes impredecibles que podían desarrollarse con el tiempo y convertirme en algo. Al principio miraba las cosas de manera oblicua, en parte por propensión a la desconfianza, en parte por la novedad de las mismas. Pero con creciente claridad fui advirtiendo que eran ellas, las cosas, las que me observaban, y que yo sólo trataba de esquivar su escrutinio constante. En sus ángulos notaba señalamientos que peligrosamente se iban acentuando. Todo apuntaba hacia mí. Yo era un camino por el que, llegado el momento, pasaría en tropel el mundo circundante, o tal vez un boquete por el que las cosas huirían hacia su anhelada desaparición. Porque entre los objetos del mundo se corría la voz ­de que yo era la salida. Todo parecía a punto de precipitárseme, todo mostraba la misma golosa codicia hacia mí. Cerré los ojos, los puños, pero no ocurrió nada. La urgencia del instante se demoraba. Comencé a oír esa música tensa, anunciativa, una y otra vez, con sus notas de absoluto final, una y otra vez, hasta que los platillos exhaustos rodaron con estrépito y desfalleció su apremiante reverberación.

Luego mi organismo entró en un período de estupor. Mi cerebro sufría convulsiones frías, rápidas, húmedas. Mi pecho vibraba. Con el tiempo, me acostumbré. O creí acostumbrarme. Vino una larga etapa de oscuridad en la que realicé todas las actividades propias de los humanos. Estudié, trabajé, creo incluso haberme casado. Y en todo me destaqué como cualquiera.

Me hallaba aparentemente instalada en la normalidad, pero las vibraciones no cesaban. Y cuando volvió la luz habían pasado tantas cosas de las que no tenía ni idea que encontré difícil adaptarme. Opté por una actitud indiferente, casi hostil, un manifiesto desprecio hacia el encadenamiento de los hechos, al que suponía falaz. Pero esta actitud encerraba mi decepción y mi asombro.

Yo era, en ese tiempo, una persona cualquiera que realizaba actos. Estos se hallaban fundados sobre nociones abstractas, que suponían la consecución de una meta. Y esta fue una de las primeras cosas que me sorprendió cuando despertó mi conciencia. Me refiero al extraño concepto de meta, que me obligaba a un cierto tipo de actos. El problema, si es que puedo expresarlo, consistía en que tanto los actos como la meta me resultaban ajenos. Y no sólo ajenos. Yo permanecía completamente al margen de ellos, como un espectador casual y desinteresado. Esta situación me disgustaba, así que traté de indagar un poco en aquellas nociones, con la esperanza de acoplarme a ellas y de sustentarlas con la plenitud de mi presencia.

Con este fin me inscribí en un curso de filosofía, sin apercibirme de que una nueva noción, no menos vaga, me imponía la meta de conocer el significado de mis nociones. Pero aquí, aunque dedicada a una tarea abstrusa que exacerbaba mis vibraciones, me hallaba yo por entero, entregada al laberinto de mi ignorancia.

Aquellos cursos dictados por seres ininteligibles creaban en mí un estado de confusión iluminada. Mi mente correteaba sin descanso tras la huellas de algo que se escabullía con una destreza maligna. Yo, sin embargo, sentía (pues lo intelectual no era mi fuerte) por este algo un fervor lleno de esperanza, y aunque las vibraciones aumentaban y mi salud empeoraba día a día, no caía ni por un instante en el desánimo ni consideraba que mi persecución fuera inútil. Por otra parte, mis notas eran pésimas. Y esto se debía, en parte a mi poca pericia intelectual, en parte a que yo buscaba, en aquellos textos jeroglíficos y en aquellas palabras llenas de misterio que salían de las bocas de los profesores, yo buscaba, digo, mi algo.

Recuerdo, en particular, el estado de delirio en el que me sumergió la lectura de la Monadología. Entre el señor Leibniz y yo existía sin duda un desfase, algo que me impedía acoplarme a él (aunque realizaba esfuerzos cuantiosos por imaginar lo que decía) y algo que le impedía a él, a Leibniz, acoplarse a mí. Tardé días enteros intentando comprender la palabra Dios, la palabra ventana, la palabra simple, hasta que la desesperación me obligó a traducirlas todas por la palabra algo. Y así, moviéndome ya en terreno familiarmente ignoto, me pareció que descansaban mis nervios. Pero este descanso fue ilusorio. Después de presentar el examen, en el que salí mal como siempre, me hallé perseguida por la palabra mónada. De nada valieron mis esfuerzos por convertirla en algo. Cuando la mónada no me atormentaba en la vigilia me atormentaba en el sueño, siempre con su terrible terquedad y su insistencia en permanecer tal cual era, con su impenetrable simplicidad llena de mundo.

Me creí derrotada y por un tiempo dejé de asistir a los cursos. Pasé meses en cama frente al televisor, soportando de vez en cuando la visita de parientes preocupados por mi salud mental y mi alimentación. Si alguien apagaba el televisor con fines higiénicos, en mi mente se presentaba la mónada, y un sinnúmero de vibraciones irradiaban desde mi pecho hasta la última fracción de mi organismo. Entonces, como en un principio, las cosas comenzaban a mirarme con una torvedad insoportable. Pero ya para aquel momento yo sabía lo que buscaban: buscaban monadizarme.

Un día mi mamá tomó una medida más drástica. Con la ayuda de alguien, tal vez un empleado, se llevó el televisor y me dejó sola en mi apartamento con la mónada. ¿Se puede decir que esta mónada, a diferencia de otras, poseía un particular empeño proselitista? Lo cierto es que así como antes yo perseguía algo que se me negaba y escurría, así la mónada me perseguía a mí, queriéndose apropiar de mi naturaleza e induciendo a lo que aún era para mí el mundo exterior a metérseme dentro. Pero mi naturaleza, y los gérmenes impredecibles que contenía, decidieron dar un golpe de gracia. De pronto, y sin que mediara relación de causa y efecto, ante mí apareció un proyecto definido, un proyecto cuya noción se hallaba fundada en mi plena y absurda naturaleza, y que por lo tanto no necesitaba ser comprendida.
Parecerá disparatado lo que digo, pero la mónada, que había resistido toda clase de tratamientos psiquiátricos, tanto químicos como discursivos, desapareció el día en que decidí (por definición abrupta de un germen) convertirme en escritora gay. No me pregunté de dónde salía esta voluntad férrea, de la que no había antecedentes, ni en qué consistía, simplemente me entregué a la tarea, aunque ante esta nueva y fabulosa meta las vibraciones redoblaran su acoso.

En adelante, y durante años, sin preguntarme por qué este germen tenía tanta fuerza, luché por convertirme en escritora gay. Pero un día hube de desistir al encontrarme con las manos vacías. No sólo nunca había escrito nada, ni siquiera una reseña para la revista del postgrado en el que seguía reprobando materias, sino que jamás había tenido relaciones íntimas con una mujer.

Con toda la fuerza de mi conciencia, que había crecido y se había ramificado sin objeto, una tarde me sentí fracasada y el fracaso me tranquilizó brutalmente. De pronto las vibraciones cesaron. No desaparecieron sino que fui engullida por ellas. Me masticaron con sus ritmos rápidos, irritantes, sus jugos corrosivos. Ahora nos movíamos al unísono. Yo iba con ellas en un galope sonámbulo. Me quedé sentada en una silla bastante cómoda hasta que se hizo de noche y en la habitación oscura entró mi mamá. Traía una cartera negra de charol y un dedo en el aire. Ese dedo revoloteaba en la penumbra buscando el interruptor de la luz. Me levanté sin hacer ruido y le arrebaté la cartera. Pero como opusiera resistencia le propiné un tremendo golpe en la cabeza. Estuvo meses en coma y se la sometió a una complicada neurocirugía. Yo fui muy criticada por la prensa. Se me llamaba “hija desnaturalizada”. Y en vista de que había utilizado el dinero que encontré en la cartera de mi mamá para comprar cerveza, se me acusó de ladrona y alcohólica.

En la cárcel conocí a una mujer de nombre poco original: Rosa. Pero la mujer suplía con creces la poca originalidad de su nombre. A menos, eso creía yo entonces. Por primera vez el deseo se convirtió para mí en algo importante. Ella había sido acusada de crímenes que no había cometido, y en eso se diferenciaba de mí. Concretamente había sido acusada de matar a su marido. Pero su marido venía a visitarla todos los sábados. Y era cierto: allí aparecía, cada sábado, un marido flaco, barbudo, que emitía destellos grises, un marido no muy perceptible, pero en estado de no muerte. La indignación se apoderaba de mí y de las demás presas cuando lo atisbábamos en el salón de visitas. La inocencia de Rosa tenía el vigor y la potencia de una evidencia absoluta. Aunque si hubiéramos tenido que juzgarla sólo por sí misma, por el desánimo de sus ojos vacunos, por el desánimo, repito, de sus ojos vacunos en contraste con sus manipulaciones sensuales, la hubiéramos encontrado culpable de cualquier cosa, aunque las evidencias de lo contrario se amontonaran ante nuestros ojos.

¡Ah! Porque por una vez la justicia no se había equivocado. Rosa era culpable, y la justicia lo sabía, aunque en su torpeza, su ineptitud metodológica, no había encontrado más pruebas que estas débiles y falsas pruebas, y sus acusaciones se topaban con ese muro de realidad o de cuasi realidad que era la figura viviente del marido visitante. No sé qué hubiera sido de mí de no haber caído en este fanatismo de la inocencia de Rosa. Qué rumbos hubiera tomado mi existencia. Pero en el corazón de cada presa latía un motín y una ansiedad y un terror y un terrible deseo de ella. Las imprecaciones, las invectivas, los denuestos, alternados con esfuerzos más formales y burocráticos, los comunicados apelatorios redactados en un lenguaje tosco hecho de furia amorosa... Pero desde un primer momento, Rosa me dio indicios de que todo era un juego. Eran pamplinas. En la oscuridad de la celda acomodaba sus trapos para dormir, porque casi siempre dormía, y sonreía entre bostezos ante el ambiente respetuosamente revolucionario que dejaba en vela.

Un día me cansé de andar en puntillas defendiendo su escandalosa causa, me aproximé a su catre sin importárseme un bledo perturbar su sueño (que hasta las carceleras consideraban sagrado), me arrojé sobre ella y la besé obscenamente en la boca. Para mi sorpresa, no opuso resistencia. Por el contrario, de su boca salió una lengua voraz que se apoderó de mí como un tentáculo. Sus manos, que yo creía frágiles, hicieron de mi cuerpo una piltrafa que ella hundió en el catre y utilizó para su abusivo provecho. Esto sí que era algo nuevo. Quiero decir, en mi vida. Comencé a extinguirme de placer. Las demás presas rondaban como bultos, cuchicheando, desoladas, mientras yo sentía crecer un goce traidor. Esta manera de gozar traidoramente se convirtió después en la razón de mi vida. Después, quiero decir, cuando salimos de la cárcel, gracias a los empeños del marido no asesinado y de mi mamá que no creía verdaderamente en mi culpa, y que al recuperarse del colapso alegó ante un juzgado que yo la había confundido con un intruso, y nos convertimos en unas mujeres sencillas, estudiantes de filosofía, que fumaban cigarrillos con los labios pintados.

Hasta ese momento yo creí haber visto cumplido el desarrollo de uno de mis gérmenes, o de la mitad de él: la mitad gay, y así se lo hice saber a mi amante, con una satisfacción muy poco cautelosa, ya que Rosa no sólo no se consideraba mi amante sino que aborrecía la homosexualidad, haciéndola objeto de mofa y vilipendio. Lo que había ocurrido entre nosotras en aquellos catres penitenciarios y luego en superficies más amplias y mullidas, a espaldas siempre del no muerto, y con el consecuente sobresalto, eran actos cuyo acontecer se hallaba desgajado del sujeto, o actos que transcurrían también a espaldas de la realidad. Por eso, cuando me envanecí de haber cumplido con la mitad de mi germen, Rosa me espetó una carcajada. Porque yo tampoco era gay, yo era simplemente un monstruo. Con monstruo quería decir: esa torvedad de mis ojos en el vértigo de sus senos, que no podía dejar de mirar, así como no podía dejar de mirar su sonrisa escueta, fina, no siempre posible, que me devoraba el sueño y me incapacitaba para la vida social. Ah, porque por primera vez me hallaba en estado de mundo circundante, y Rosa era el boquete por el que, yo, cosa, quería introducirme y desaparecer. Proyecto que no parecerá desatinado si se lo piensa desde mi particular interpretación del señor Leibniz en combinación con mis primitivas vivencias infantiles. A todas estas, el marido no asesinado olfateaba mi instinto, balbuceaba burlas aviesas, pero en el fondo no creía que yo estuviera verdaderamente allí.

Debo aclarar que al principio el crimen no tuvo una víctima definida. De hecho, sólo cuando apareció el cuerpo sin vida se supo de quién era. Tal vez me explico mal. Trato de decir que el crimen existía antes de que ningún hecho lo confirmara y que su existir o preexistir no tenía una orientación específica. Cualquiera hubiera podido morir o matar, pues el odio estaba equitativamente distribuido. Por eso, la aparición del cadáver no significó mayor cosa. Aunque para mí fue una sorpresa. Lo cual demuestra hasta qué punto uno conserva su amor propio y su falta de criterio incluso en medio de las más grandes humillaciones. Porque nunca me imaginé que yo fuera la víctima. Incluso ahora, que ya pasó todo, sigo pensando que en realidad no lo era, que el crimen latente, hipertrofiado, tuvo que abandonar su ideación y arremeter contra cualquiera.

Esta vez el marido de Rosa fue condenado a cadena perpetua. Desde el punto de vista de esa mezquina, aunque embrollada lógica jurídica, esta condena era risible. El marido ni siquiera estaba en el país cuando ocurrió el hecho. Y todas las evidencias de índole práctica apuntaban a Rosa. Yo, que estaba allí cuando ocurrió la cosa, sé que fue ella quien me dio muerte. Y lo hizo con indiferencia, como si la excitación del acto se hubiera agotado por anticipado. La justicia, por su parte, tampoco esta vez incurrió en un error descabellado. Así como no importaba quién había muerto, tampoco importaba quién era condenado.

Y todo se hubiera quedado de esta forma si no fuera porque mi mamá, fortalecida por el tratamiento neurológico, decidió vengarse. No puedo entender por qué mi mamá incurrió en esta fe ciega hacia los hechos reales, ya que era inteligente e intuitiva. Es probable que necesitara alguna forma de acción extrema. Y en su calidad de madre conocía exactamente cada detalle de lo que nunca había visto.

Por suerte, el neurólogo que había curado a mi mamá del porrazo, impidió que actuara a tontas y a locas, es decir: que se sumergiera en el caos del mundo exterior. Le propuso una forma sofisticada de venganza que consistía en exhumar mi cadáver y extraer algunos gérmenes. Mi mamá, cuya fe en los gérmenes era nula, se dejó llevar por las ideas de este hombre que en realidad la amaba con locura y por el que ella también había comenzado a sentir cierto interés. Fue así como mi cuerpo, en avanzado proceso de descomposición, fue colocado sobre una mesa metálica y explorado con diversos instrumentos fríos y cortantes.

Y mientras mi mamá paseaba por la sala de espera, fumando y tomando café en un vasito plástico, el neurólogo hurgaba mis restos con creciente desesperación: extrañamente, no había encontrado ningún germen en mi cerebro. Pero cuando me abrió el pecho surgieron, intactas, las vibraciones. Una enfermera del equipo no pudo soportarlas, sufrió una especie de crisis laberíntica y hubo que sacarla a toda prisa del quirófano. Por fin, en uno de los órganos menos frecuentados por los autópsicos, uno de esos órganos prescindibles, que pueden extirparse en vida sin problema, apareció el nido de gérmenes. Una gran cantidad de ellos se hallaba en mal estado. Pero algo podía salvarse. Sin embargo, el neurólogo frunció el ceño al notar que se trataba de gérmenes indefinidos o apenas esbozados. Pero aún así continuó hurgando, hasta que dentro de una célula casi putrefacta, reconoció de pronto el germen ‘escritora gay’ y lo extrajo con cuidado. Luego pasó horas encerrado en un laboratorio preparando una sustancia. Cuando estuvo lista fue al encuentro de mi mamá, que consumida por el ejercicio de pasear nerviosamente, estalló en lágrimas al verlo llegar con un frasquito. Ella sabía que en ese frasquito se hallaba la vendetta, aunque no tenía ni idea del cómo y del porqué, ya que sus conocimientos científicos eran limitados.

En resumen: después de la exploración exhaustiva de mi cadáver que dejó un cúmulo de despojos y sólo una porción ínfima utilizable, con el contenido del frasquito el neurólogo preparó una solución de aproximadamente 3 ml en la que yo me hallaba al 50%. Ya se verá que esta insignificancia que había quedado de mí era en realidad suficiente para cumplir un proyecto aún indeterminado pero lleno de pujanza. El neurólogo volvió a aparecer en la sala de espera y puso en las manos temblorosas de mi mamá una jeringuilla. No dijo nada. Solamente sonrió con una especie de tristeza ardiente. Mi mamá ni siquiera dio las gracias. Sabía que el contenido de la jeringuilla debía ser utilizado cuanto antes para que no perdiera su potencia. Salió a la calle, tomó un taxi, y se encaminó a la facultad de filosofía, donde Rosa, que entretanto había conseguido graduarse, dictaba ahora clases de algo. La divisó desde lejos, en un pasillo, fumando un cigarrillo arrogante.

Desde este instante, el instante en que divisó el cigarrillo arrogante, los pasos de mi mamá en el pasillo perdieron toda relación secuencial. No dio un paso tras otro, no en la forma estipulada. Hubo una continuidad de pasos evanescentes que al final sumaron ningún paso, una aproximación, digamos, casi exacta, a la antesala de la nada. O se puede decir que el tiempo y el espacio quedaron anulados, y que esto mis pocos gérmenes disueltos lo percibieron de una manera que no sabría explicar. Mi mamá, que lo explicó más tarde, enfatizó que aquella anulación se fundaba en la ausencia de sonido. Mi mamá se había metido en lo que por ahí se conoce como el túnel de la muerte, en donde el flujo de silencio, o del sonido que individualiza a otros sonidos para hacerlos audibles, queda interrumpido. Claro que todo esto no tiene en realidad mucha importancia. Lo que tiene importancia es que Rosa llevaba un vestido ordinario de flores azules y amarillas y que unas medias negras de lana muy gastadas le cubrían las piernas hasta las rodillas. Y que, en contraste, debajo del vestido, llevaba una ropa interior costosa y elegante, de complicados encajes translúcidos. De este contraste tuvo mi mamá conciencia cuando le levantó el vestido y le clavó en la carnosa nalga izquierda la jeringuilla. Pero como todo ocurrió en aquella fulminación de las categorías, Rosa no se dio cuenta. Había sido inoculada en completa ausencia perceptiva (ni el más sigiloso mosquito hubiera alcanzado tal destreza). Por eso, cuando más tarde Rosa notó en aquel sitio la presencia de un gran hematoma, se quedó sorprendida, y comenzó a temer, con razón, que se hubiera producido una laguna en la sucesión de los eventos.

Hay que hacer notar que el cuerpo de Rosa era fuerte y que luchó durante horas contra aquellas partículas extrañas, enviando numerosas señales de alerta a su sistema inmunológico, y poniéndoles ingeniosos obstáculos eléctricos que, exteriormente, se traducían en un acelerado parpadeo. Sin embargo, el neurólogo había hecho un buen trabajo. La fluidez de la solución era óptima y aunque todos los gérmenes confusos fueron aniquilados, sobrevivió el más importante, y obligó a ese monumento despótico que era el cuerpo de Rosa a acatar mis restos esenciales.

Ya al día siguiente Rosa se sentó frente a la computadora y comenzó la redacción de este escrito. Su cuerpo tenso, agarrotado, trataba de evadirse, pero el germen dictaba con furia imperativa, y Rosa, poseída por una rabia sorda, copiaba. La rabia de Rosa no sólo se fundaba en el hecho, ya de por sí enfurecedor, de estar siendo dominada por un corpúsculo incorpóreo proveniente de un ser que ella misma había destruido, se fundaba también en el desprecio que le inspiraba todo lo literario, sumado al que le inspiraba todo lo gay. Y estos desprecios no eran vanas opiniones sino estructuras de su personalidad arrolladora. Porque así como lo indefinido era mi marca de fábrica, la suya era la determinación negativa, y su organismo contenía cantidad de anti-gérmenes entre los cuales se hallaba el `anti-escritora gay`, que en este momento se retorcía de asco y de impotencia. Cuando el texto estuvo listo, mi mamá lo secuestró para que cierto honorable abogado lo presentara a una corte en calidad de confesión criminal. La justicia, por supuesto, no dilucidó mayor cosa, pero como el documento iba acompañado de un tratado científico, escrito por el neurólogo, en el que se demostraba la absoluta validez de los métodos utilizados para la obtención de las pruebas, el difuso marido fue liberado y Rosa condenada a cadena perpetua.

En la cárcel, el cuerpo de Rosa gobernado por mi germen, continuó escribiendo textos de esta índole y perfeccionando su estilo hasta lograr maravillas técnicas que obtuvieron gran éxito en el mercado, sobre todo desde que el germen, ya profesionalizado, suprimió toda aburrida mención al señor Leibniz y a mis experiencias personales. El germen también obligó a Rosa a mantener relaciones íntimas con otras presas para conseguir material de primera mano. Y una vez que alcanzó la plenitud de su desarrollo, la gloria literaria gay que tanto anhelaba, mi mamá y el neurólogo, mediante una operación en la que no sólo intervino el bisturí sino también el soborno, sustrajeron el germen del aparatoso cuerpo de Rosa y volvieron a colocarlo en el frasquito. El mismo frasquito que ahora descansa sobre una mesa de la casa de campo donde mi mamá y el neurólogo viven una pasión sencilla y alegre.

El trasplante

Un empresario rico y poderoso pasó diez años atormentado por un recuerdo. Todos los especialistas a los que acudía querían escuchar un detallado relato del recuerdo y escudriñar las emociones que el empresario revivía. Con el lamentable resultado de que al ser revivido y relatado el recuerdo se fortalecía y se afeaba mientras las fuerzas emocionales del hombre se agotaban.
Quiso la buena suerte que en una sala de emergencias, donde se refugió una noche huyendo de la imagen atroz que el recuerdo le mostraba, se hallara un médico bastante joven, aunque de aspecto ajado y macilento. Escuchó con interés la historia del hombre y, reprimiendo su natural curiosidad, no preguntó nada sobre el recuerdo, pues le bastó con saber que era un recuerdo horrible y que su horripilancia crecía al ser contado.
­ Hay que operar, dijo, con firmeza. El empresario asintió inmediatamente. Por desgracia, prosiguió el médico, ningún recuerdo puede ser extirpado, así, alegremente, porque quedaría un hueco en el que caerían los recuerdos circundantes y se desorganizaría toda la memoria. De manera que es necesario colocar en su lugar otro recuerdo de igual forma y tamaño. Lo primero, entonces, es medirlo con precisión y luego encontrar un donante...
Tantos preliminares impacientaron al hombre: ¡No me importa el desorden! gritó ¡Extírpeme este monstruo!
El medico le inyectó un fuerte calmante y ordenó que lo llevaran en camilla a una habitación privada. Al despertar no se frotó los ojos, no preguntó dónde se hallaba, no pensó en café con leche, sino que recordó el recuerdo de inmediato mientras lanzaba terribles alaridos. Pero el médico estaba allí con varios aparatos especiales con los que midió el recuerdo, que resultó enorme, y reprimió la curiosidad de mirar su contenido, esta vez por el miedo que le transmitían los aullidos del paciente. En seguida volvieron a doparlo, para evitar nuevas modificaciones. Sólo faltaba el donante. El empresario había ofrecido una fuerte suma: la mitad de su fortuna. Esa misma mañana se colocaron los avisos y ya al día siguiente, de madrugada, había una larga cola a la puerta de la clínica. De manera un tanto exasperante, es decir, didáctica, se le explicó a cada uno que sólo tenía dos opciones: quedarse con un hueco en el que caerían los recuerdos circundantes o heredar el recuerdo torturante sin saber cuál era, cómo era, pues esto aumentaría su fealdad y su tamaño. La propuesta originó varias reacciones: muchos se retiraron, algunos optaron por el hueco, otros por el recuerdo, y también había un grupito al que no le importaba nada, hueco o recuerdo, lo que sea.
No se sabe muy bien con qué criterio, el médico seleccionó diez donantes y se procedió a sondearles los recuerdos. Se escogió, por fin, a un delincuente, cuya memoria, repleta de escenas violentas y brutales, contenía en medio (como un charco) un gran recuerdo intrascendente. En la imagen aparecía un bombillo apagado colgando de un techo grisáceo o marronuzco, con machas irregulares de humedad bien delineadas. El cable parecía un resorte muy estirado con remiendos de cinta amarillosa. Era del mismo tamaño y forma que el recuerdo del empresario ¡Justo lo que necesitábamos! se alegró el médico. Al ser interrogado, el delincuente dijo: ah, sí, es el bombillo de mi cuarto, y declaró que estaba dispuesto a prescindir de él sin problema, y añadió que no sólo del recuerdo sino del bombillo mismo, que se había fundido hacía años. En vista de que era miembro del grupito al que no le importaba nada, hueco o recuerdo, lo que sea, el medico optó por no transplantarle el maléfico recuerdo, considerando que la anarquía de la memoria de este hombre apenas aumentaría con el extirpamiento.
Desde el punto de vista técnico, el resultado de la operación fue todo un éxito. Desde el punto de vista humano, la cosa es diferente.
En el delincuente, con la desaparición de la imagen del bombillo se agolparon una tras otra todas las escenas violentas. La explicación es simple: el bombillo no pertenecía sólo a un único momento de la vida de este hombre sino que era la acumulación de los intervalos entre un delito y otro. Y estos intervalos actuaban como descansos. Pero siendo la imagen tan anodina y siempre idéntica, el cerebro decidió almacenarla en un mismo lugar de la memoria, que con el paso del tiempo fue creciendo y convirtiéndose en un depósito que contenía todas las vistas del bombillo, como si entre ellas existiera una continuidad perfecta.
Privado de su depósito de intervalos de descanso, que desde el centro de su memoria irradiaba calma hacia las escenas violentas, el delincuente se volvió loco. Ningún medicamento, ni siquiera la anestesia, logró brindarle un segundo de sosiego. Murió de stress a los tres días en medio de un charco de adrenalina que él mismo supuraba por los orificios de su cuerpo. El dinero fue entregado a la madre del maleante, según lo estipulado por éste antes de la operación.
En cambio, para felicidad del joven ajado, desaparecieron los tormentos del empresario. Aunque al principio protestara por la fealdad del panorama (y recurriera con insistencia a la fantasía de llamar a un electricista que colocara allí una bella lámpara, y a un pintor que pintara el techo color ostra), muy pronto se rindió ante la deprimente placidez que transmitía, dándose cuenta de cuán preferible era esta imagen a la que ya no recordaba, y se convirtió en un hombre sereno y reposado, tal vez demasiado reposado.
Dejaron de interesarle los negocios y se retiró a cultivar un huerto al campo. Pero apenas logró esparcir en la tierra dura un puñado de granos, que los pájaros se comieron casi en seguida. Sin poder evitarlo, cayó en una pasividad tan absoluta que era como si estuviera muerto. Hasta que una especie de empleada que solía atenderlo, rociándole directamente en la garganta pequeñas dosis de agua con azúcar, llamó a la ambulancia.
En el hospital unos decían que estaba vivo, otros que muerto, y cuando acudió el joven ajado, murmuró un esquivo diagnóstico: este hombre está vivo, pero muerto.
Ya sea que estuviera vivo o muerto o vivo y muerto, el empresario no estaba inconsciente, sólo profundamente desinteresado. Podía oír las discusiones, podía abrir los ojos un segundo y mirar el techo. Pero el círculo exacto de neón lo perturbaba. Era demasiado higiénico. Así que los cerraba de inmediato para regresar a su transplante, que le llenaba el corazón de letal bienaventuranza.
Así como en el maleante no hacían mella los más potentes calmantes, este hombre permanecía impávido ante los más fuertes excitantes. Nada se podía hacer y nada se hizo.
En cuanto al recuerdo suprimido, el médico, en su momento, tomó la precaución de guardarlo en un hermético tubo de acero. ¿Con qué fin? No lo sabía. Pero siempre había tenido la esperanza de satisfacer su curiosidad reprimida.
Un día se presentó a su consultorio una señora amnésica y llorosa, con una fastidiosa explicación deshilvanada, a la que ella misma puso término afirmando muy segura: “Daría cualquier cosa por un recuerdo”. El médico dudó sólo un instante. Luego le ofreció el recuerdo, alertándola, claro está, sobre el peligro. Pero a la mujer no le importaba nada y la operación se llevó a cabo.
¿Cómo describir lo que sintió el recuerdo al pasar de la oscuridad del tubo estrecho a la memoria blanca y vacía? Pues bien: se sintió a sus anchas, y como por más que se estirara no logró ocuparla toda, se paseaba por ella libremente, contemplando con orgullo la extensión de sus dominios. La señora no se sentía atormentada en lo más mínimo. Por el contrario, era tan feliz como el recuerdo. Sólo el médico quedó decepcionado cuando por fin oyó el relato del recuerdo y no entendió ni una palabra. La explicación es simple: el recuerdo no había sufrido un cambio de contexto que modificara su sentido, sino que vivía absolutamente libre de contexto y por lo tanto libre de sentido.
Como muchas, esta señora envejeció y tuvo nietos. Gracias al joven macilento, también tuvo un recuerdo que contarles. No se piense que aquí volvió el recuerdo a su naturaleza atormentante. Por el contrario, los niños encontraron muy divertida la reiterada insensatez de su relato.

Demiurgo


Más que un psicoanalista soy una bestia. Siendo joven comencé a hacer míos los conceptos, tan míos que ahora resultan irreconocibles. Yo y mis conceptos formamos una mole indiferenciada que se arroja sobre el paciente. Mis colegas, pobres diablos entregados a la rutina clasificatoria, me miran recelosos. Fíjense bien, les digo: cuando un paciente se sienta ahí, frente a mí (no uso diván), yo lo absorbo; en un segundo me apodero de sus fluidos más íntimos y comienza en mí un proceso de apelmazamiento; tosco metabolismo que consiste en el apretujamiento de una cosa cualquiera contra otra, no importa qué contra qué, con el fin de unir mis inmundicias vitales a las del ser que pide auxilio. No falta nunca algún colega que estalle en carcajadas punzantes ante un método tan rudimentario; otros citan a Freud en un susurro mientras se miran la punta del zapato. Solapado gesto de censura que en mí no hace mella. Conozco todos los trucos del anulamiento. Estoy preparado. Una vez alcanzado el apelmazamiento de los fluidos, hablo. No considero necesario escuchar los balbuceos del paciente, para qué, si estoy hinchado de él y poseído por el paroxismo arrebatador de sus moléculas que tratan de huir o se someten o se confabulan para crear estructuras hostiles, en mí, dentro de mí, ajenas a mí, especies de tumores que voy detectando y rociando con jugos acidificantes. Antes de que el paciente se marche le devuelvo todo aquello: extraordinario amasijo que se les arroja en el momento del pago. ¿El resultado? Mis colegas me miran con una mezcla de curiosidad y temor salpicada de miraditas burlonas. Aquí les va: al salir de mi consulta, el paciente se siente como nuevo. Nuevo es una palabra que no entraña juicios de valor, no está sano ni enfermo. El paciente se siente como nuevo porque es nuevo: gracias a mí ha sometido su organismo al caos primigenio y esos restos de sí mismo que le entrego son un origen al que difícilmente, muy difícilmente en mi opinión, le espera otro proceso evolutivo. Se me dirá que es inmoral, que es desalmado (¿se me dirá que es eutanásico?). Ja. Y sin embargo, en este punto, mis colegas se llenan de estupor cuando les digo que en realidad creo en la existencia del alma, un alma que yo extraigo al destruir la cohesión de los fluidos pusilánimes y de la cual me apodero gracias al sublime ejercicio de la palabra. Algunos de mis colegas no pueden controlar una risa nerviosa. Hombres de su talla, refinados, cultos, que leen cuanto papel cae en sus manos, sorprendidos (por mi ojo sagaz) en pleno ademán de quinceañera. Y es que no pueden rehuir una crispación voluptuosa al oírme. Los miro y se sonrojan, indago en sus pupilas esquivas, persigo, penetro, hago estallar, en sus cerebros, una carcajada que desbarata el paupérrimo edificio de autoestima fundado en fingimientos endebles. Un señor tímido (a veces los tímidos son más fuertes) me pregunta qué hago con las almas. Sonrío. Sé que es un moralista. Mi respuesta lo golpea en plena cara, la sangre acude a sus mejillas, los ojos se le avivan, fulguran y retroceden un poco por instinto ante una complicidad tan asequible, pero es mío. Respondo: ¡nada! Yo también me regocijo. Tiene ante sí a un delincuente, un hombre sin escrúpulos, qué más quiere. Le digo: esta profesión es puro desperdicio, y omito la carcajada diabólica que me lo arrebataría, porque es un señor cauto, quizás inteligente, que olfatea el cliché y reacciona negativamente al percibirlo. Y sin embargo, esta omisión lo decepciona, aunque sólo en las capas más superficiales de su psiquis; en el fondo se alegra, tiene un rival, no un mequetrefe. Así estamos ahora, él cree que ha conseguido un objeto de estudio, descriptivo de repudiables tendencias, y además, complejo, cuando le digo: el psicoanalista debe colocarse en una postura que evoca la del polluelo en espera de alimento, aunque en este caso la boca es un órgano expulsor. Entienda usted –prosigo impaciente–, que mediante la palabra, la boca expulsa la cohesión de los fluidos (el alma), cuyo destino es el cielo. Yo no hago nada, señor, yo no soy nada, sólo el humilde vehículo de una devolución impostergable. Constato que ha caído en el asombro y el asombro es la debilidad preverbal en la que todo es masticable. Extraigo sus fluidos asustados, los paladeo, los trago. Soy una mole que excreta su alma preciosista, indagadora, prófuga del más tenue sentido. Ah qué delicia, el cielo se abre para ella, se viste de fiesta esplendorosa, un Sócrates, un genio de la duda, disciplinado, valiente, insobornable. Mis colegas aplauden. Sobre la silla arrojo la sustancia viscosa, irreductible. Un hombre envejecido que se marcha, el pasillo es largo, la noche silenciosa.

Odio

Un señor muy casto, poco hablador, que ama las flores y es profesor de música, odia a una mujer corrupta y amar­gada, fea y seductora, extremadamente hábil en los negocios, enredada, según dicen, en algún asunto político, que carece de escrúpulos, y que a su vez odia al señor que ama las flores, aunque lo odia sin darse cuenta, con absoluta indiferencia, pues a esta mujer no le importan sus propios sentimientos. El profesor de música, en cambio, sabe que la odia, aunque esto no le perturba en lo más mínimo. El odio que se tienen es ligero, poco importante, un odio intrascendente, casi inútil.

Un día se encuentran en una fiesta, una fiesta obligato­ria para ambos, ya que entre el hombre casto y la mujer co­rrupta existe un discreto parentesco, se dan la mano casi sin mirarse y cada uno se sienta en una silla, para conversar con personas por las que ni siquiera sienten un odio moderado y diminuto, personas que se aburren honradamente, igual que la señora amargada y el profesor de música.

Al día siguiente estalla una bomba en la oficina de la mujer seductora, y mientras oye la noticia, el profesor siente un gran temor de regocijarse. Pero ya que el regocijo resulta inevitable, el señor se regocija, aunque cautelosamente, y al mismo tiempo, también se ruboriza. Luego asiste al funeral y estrecha las manos de los familiares de la mujer sin escrúpu­los. Más tarde, al asistir a una fiesta, el señor que ama las flo­res se acuerda de la mujer aquella, y se da cuenta de que el ligero odio se ha esfumado y de que el regocijo ya no existe. En su lugar percibe un módico vacío.

Calceta

Un señor barrigón, hiperactivo, fue condenado a permanecer sentado junto a una vieja tía segunda que hacía calceta. La experiencia, que al principio fue desesperante, tuvo consecuencias felices para ambos. El sobrino segundo aprendió a hacer calceta y su barriga desapareció por completo a raíz de esta dieta sana y tranquila. Cuando terminó la condena, este señor, que había sido Juez de Primera Instancia fue nombrado Ministro de Justicia. En la ceremonia solemne, televisada, el señor aparecía como un hombre sin preocupaciones, bastante delgado. La tía segunda lloró frente al televisor al oír el discurso que le dirigió al pueblo, un discurso en el que el sobrino segundo reprimía mal los bostezos y permanecía ausente de las pomposas palabras que decía. Fue, por lo que se sabe (quedan pocos registros de esta época), un ministro ejemplar que no intervino en nada, o en casi nada, y jamás pretendió hacer justicia. En su enorme despacho, al que prohibía la entrada con un rigor que sorprendía a sus acólitos, el sobrino segundo hacía calceta. Luego ocultaba sus obras en negros portafolios y las guardaba en su casa en un armario con llave. Pocos meses después de aquel acto solemne, la tía segunda murió en su sillón cómodamente (para ese entonces ya ni siquiera hacía calceta). Una sutil sonrisa, que intrigó a la familia, se insinuaba entre las múltiples arrugas de su cara. Al verla, el señor ministro comprendió que esta sonrisa le estaba destinada, y sonrió a su vez, como si sellara un pacto secreto, en el que la tía segunda, sin necesidad de discursos ni ceremonia televisada, lo nombraba su auténtico heredero, el continuador de una obra inocua y silenciosa.

Mudanza

Una mujer soñó que arrastraba un viejo mueble hasta los linderos del sueño y se lo traía a la vigilia. Luego volvió a entrar y salió con un escapulario, un hombre que cultivaba lechugas de mármol y un pequeño dedo abandonado en el suelo de un bar. En su tercera incursión sacó un sacacorchos (extraordinariamente corriente) y una pelea entre su abuela y un policía que la multaba por sonarse la nariz frente a la estatua de un prócer. Luego se sacó a sí misma completamente desnuda leyendo una revista en la sala de espera del dentista. En su sexta expedición, ya sin aliento, se las arregló para encontrar un camión tan infinito como el universo mismo y allí metió todo, excepto el universo mismo, que provisto de voluntad propia y firmeza de carácter, se negó a acompañarla y adoptó un aire desdeñoso. En ese instante sonó el despertador y la mujer corrió a preparar el desayuno de sus hijos. Pero como estaba ofendida y se encontraba de un pésimo humor por el desaire del universo, volcó la leche, quemó el pan, y acusó de estos accidentes a sus hijos. A partir de entonces se dedicó a soñar con un universo vacío al que trataba de convencer, mediante prolongados ruegos y razones, de que la acompañara a la vigilia. Todas tus cosas están allí, le decía, pero sin ti parecen mudas e invisibles. Piensa en lo que sufren, cómo te extrañan. Todas tus cosas lloran amargamente en la vigilia, se sienten solas y falsas, nadie las entiende, y el que se topa con ellas las olvida casi al instante. Pero el universo permanecía inquebrantable y respondía con sarcasmos. Hasta que un día, harto ya de ser un gran vacío, al que regularmente acudía una mujer ruidosa y testaruda, el universo penetró subrepticiamente en la vigilia y se robó todo, incluyendo el reloj despertador, los hijos, el pan quemado, y una especie de marido que encontró en el traspatio. Sólo dejó una mujer dormida en la oscuridad impenetrable de la nada. Esta última (la nada) se negó rotundamente a acompañarlo.