La flecha del tiempo

Que yo sepa, mi infancia fue una época gobernada por la más severa geometría poética. Recuerdo con nitidez el jardín del suburbio en que vivíamos atravesado por un fantasma: una línea quebrada, discontinua, formada por guiones, como las que indican lo que no se ve de un objeto dibujado en dos dimensiones. ¿Qué eran estas apariciones? Eran formas de mi vida futura que venían a investigar su pasado, incertidumbres ávidas de antigüedad, de algún trasto que les permitiera saber quiénes eran. ¡Como si los trazos inseguros de la memoria soportaran alguna identidad o siquiera una débil semejanza! Recuerdo también el desdén que me producían y cómo, cuando mi tía abuela era traspasada por ellas y se descomponían sus facciones, se desconstruían sus planos y emprendían una caída libre, vertical o inclinada, me echaba a reír para ocultar ante mis amigos (y ante mí misma) el embarazo de tener una tía abuela cubista.

Fueron épocas duras y raras. Pronto desistí de los amigos y mi lucha por engañar a los fantasmas del futuro (o investigadores del pasado) se convirtió en la más importante de mis actividades. Salía al jardín después de la merienda y comenzaba la farsa. Mi tía abuela, que según el resto de la familia no andaba muy bien de la cabeza, me ayudaba con su extraordinario ingenio. Entre ambas fingíamos alegrías y tristezas, rabias y amores. Hablábamos de lo que estaba ocurriendo, y en todo mentíamos, inventábamos, o más astutamente, desmentíamos acontecimientos ciertos o trastocábamos hábilmente su secuencia. Las líneas punteadas se embebían de aquella confusa información y regresaban una y otra vez para tratar de aclararse los recuerdos. Acudían los fantasmas de los veinte años con sus fijaciones simplistas, los desconcertados fantasmas de los treinta, los tensos cuarentones, y también algunos de edad difusa con interrogaciones raras y meditativas. Venían incluso paisajes del futuro (paisajes que yo vería: mares huracanados donde naufragaba una cabecita de perro o un pino visto a través de una ventana enrejada o una gasolinera en el desierto a las tres de la mañana o páramos magnéticos de niebla silenciosa o un salar infinito que era espejo del cielo), venían a superponerse con este jardín suburbano del pasado, en que mi tía abuela y yo lo falsificábamos todo, o casi todo, porque nunca pretendimos engañar a un paisaje, que es una entidad que no indaga, sólo se muestra, y vive en la soledad más rigurosa. Ni mi tía abuela ni yo entendíamos estas visitas (por suerte escasas) que con su belleza cruda nos ponían siempre al borde del llanto.

Una tarde, al volver de la escuela, me apresuré a terminar mi merienda y salimos. Nos extrañó encontrar el jardín vacío, pues a esa hora siempre había varios fantasmas esperando. Sentimos cierta ansiedad, cierta impaciencia. Ya estaba oscureciendo cuando vimos aparecer una línea punteada muy débil que avanzaba con lentitud desde el fondo. Era una diagonal trazada sobre un plano ondulante. Parecía al borde de la muerte. Permaneció a bastante distancia de nosotras, ausente y distraída, como si no le interesaran nuestros juegos. La tía abuela y yo teníamos preparada una escena de muy logrado histerismo, pero nuestros gestos, nuestras frases, todo sonaba tan hueco ante la esquiva serenidad de su presencia, que hicimos silencio.

La línea diagonal se acercó temblorosa por el aire y se inclinó hacía mí, doblándose por el centro y formando un ángulo recto cuyo vértice apuntaba al cielo del crepúsculo. Me estremecí, pero no atiné a moverme. Sólo mi mano resbaló por la tela a cuadros de la falda plegada de mi tía abuela, que un segundo después huía despavorida hacia la casa con una agitación entrechocada de cuadros rojos y grises. La punta de una de las líneas quebradas de la aparición me inspeccionó con agudeza. Contuve el aire, soporté un examen detallado. A través de sus ojos vacíos (sus no ojos) vi los míos desmesuradamente abiertos. Escuché un ligero clic, como si el ángulo del futuro me sacara una foto y comprendí, aterrorizada, que el espectro había descifrado el secreto de su infancia, y que se llevaría consigo, hacia la muerte, la imagen de una niña burlada.

Lancé un grito de angustia y comencé a dar manotazos. Los seniles guiones se dispersaron en el aire y cayeron como una llovizna sobre el césped. La noche se definió, no había viento, los ruidos de la autopista se amortiguaban en la espesura gris de las tapias —que limitaban las casas suburbanas con sus rebordes de vidrios verdes y blancos—, y se distorsionaban en un lenguaje lento, de torpe ritmo aserruchado. Un perro husmeaba las rejas de las casas y cruzaba la calle con un trote ligero. En la esquina, las luces del supermercado le incrustaron sus azules metálicos. Era un perro flaco, de orejas caídas. Antes de doblar la esquina se detuvo y olisqueó el tronco de un árbol.

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