Nacimiento

Cuando abrí los ojos en ese pasillo silencioso que me llevaba a la vida, venía de la muerte. Aunque el tránsito había sido breve, de hecho casi imperceptible, sólo conservaba de ella, de mi muerte, unas cuantas imágenes en avanzado proceso de teorización. Un mobiliario cubista impregnado de odio y de violencia caía en zig zag por el espacio, entrechocando sus diversos elementos, en dirección a una superficie casi plana, absorbente, del color del plomo. Al llegar abajo, los objetos en pugna eran engullidos por esa llanura porosa, y en su interior sometidos a lo que me pareció (y tal vez era) un orden racional. Las formas, penetradas por el signo de las formas, renunciaban de mala gana a la rabia vital y a la oblicuidad. Me refiero a que se volvían blandas, gomosas, y terminaban aceptando una casilla en la cuadrícula de una vasta y compacta matriz. En este proceso de desciframiento de mi muerte había algo melancólico, algo turbio y distante, que no atenuaba en lo más mínimo el terror de mi corazón.

Pero, a medida que avanzaba, estas visiones, a las que acompañaba un gran ruido, se aplacaban al ponerse en contacto con la dulce y callada penumbra del pasillo, en aquella humilde pero acogedora casa de huéspedes.

Todo cambió cuando penetré en la habitación. Groseras lámparas de neón emitían destellos bruñidos, grises y azulados. En un colchón, depositado con sencillez sobre el suelo, dormía mi madre. No me extrañó que abrazara un grueso volumen de trigonometría de tapas marrones ni que en la habitación reinara el desorden. Todo me resultaba a la vez nuevo y familiar. Por otra parte, en seguida me di cuenta de que yo estaba condenada a permanecer en estado de anterioridad, pues mi incursión en la habitación de mi mamá soltera, estudiante de bachillerato nocturno, era prematura. Yo no nacería aún, pasarían años tal vez. Pero no caí de inmediato en la desesperación por este motivo. Ah, no. Cualquier espera me parecía preferible a los acontecimientos instantáneos, pero insufribles, de mi muerte reciente.

Al principio, quise aprovechar el tiempo vacío para rememorar y reflexionar sobre los acontecimientos pasados con el fin de no incurrir en los mismos errores. Me imaginé que podía aprovechar el tedio de los momentos venideros en beneficio de cierto progreso futuro. Incluso imaginé que la espera me enseñaría el arte, tan despreciado en mi otra vida (tanto por mí como por la época), de la paciencia. Pero no recordaba nada, o casi nada. Cuando mi mamá despertó y comenzó a dar vueltas nerviosas por la habitación buscando su cepillo de dientes, se apoderó de mí un hormigueo, una angustia.

A pesar de no haber aún nacido, el canal que comunica naturalmente a una madre y una hija se encontraba ya en pleno funcionamiento. Sentía, como si fuese mía, la boca pastosa de mi mamá que había bebido demasiado vino en el almuerzo con sus amigos, en su mayoría artistas indisciplinados, y luego se había encerrado con el falso propósito de dedicarse a estudiar aquella aburrida materia. El desorden de la habitación aumentó como consecuencia de su búsqueda. Las manos de mi mamá temblaban en contacto con los numerosos objetos que no eran su cepillo de dientes. Y este temblor yo lo sentía en mis manos no nacidas y había en él un odio compulsivo y refrenado, había una profunda incapacidad para soportar el momento presente que me hizo recordar lo tremendo que era estar dentro del tiempo, sujeta a sus minutos, sobre todo a ésos que transcurren dolorosamente fuera de la realidad o de su médula. En síntesis: me desmayé.

(Debo aclarar que no tanto por el hecho de que faltaban años para mi nacimiento, como porque yo me encontraba, formalmente hablando, en estado de tabula rasa, el canal era unidireccional. Mi mamá experimentaba una gran variedad de desbarajustes químicos y eléctricos que repercutían en mí de manera inmediata. Yo, en cambio, no podía hacerla padecer. Comencé a desear que mi nacimiento no se produjera, porque me espantaba la idea de que a estos sinsabores se añadieran necesidades físicas. No se me ocurrió pensar que el hambre, la sed, el escozor, serían sustitutos amigables de las dolencias ficticias. Pero tampoco me atraía la idea de permanecer así indefinidamente, pues ignoraba qué posibilidades de cambio ofrece un estado de no vida. Desde un punto de vista lógico es fácil sospechar que un no nacido es incapaz de morir y que sus capacidades se limitan al nacimiento, pero la poca (o engañosa) incidencia de la lógica en la realidad de mi otra vida me dejaba cavilosa, considerando qué oportunidades de transformación, o de fuga, por ahora insospechadas, podrían presentárseme).

¿Qué podía hacer?

Como ya dije: me desmayé.

En el fondo de mi desmayo vi las huellas repetidas de ese dolor perdiéndose en lo que podría llamarse nieve o arena. Si pensaba en extensiones vistas con la amplitud de los ojos veía la península de Paraguaná, su ventisca arrebatadora de bolsas plásticas a rayas anaranjadas o azules. Pero los recuerdos comenzaban a borrarse, y me pareció curioso que en este lento desaparecer de los decorados del mundo fueran apareciendo algunos reconocimientos que podía arrastrar conmigo fuera del desmayo. Abrí los ojos, miré. Con un lápiz y un papel mi mamá se afanaba en sus ejercicios trigonométricos en los que sería examinada al día siguiente. El gesto de tachar se repetía constantemente. No se concentraba, parecía al borde del llanto. Pero fui yo la que estallé en un sollozo lánguido, prolongado, parecido al aullido de un lobo.

Inmediatamente mi madre se calmó. Ordenó un poco el cuarto e improvisó una mesita en la que se sentó muy seriamente a estudiar. Yo la observaba con atención. En cuanto mostraba señales de impaciencia o desesperación, yo aullaba, me quejaba, pataleaba. A las cuatro de la mañana, mi madre, muy satisfecha, cerró los libros y ordenó los papeles. Luego se fue a acostar. Al día siguiente la acompañé al examen, que duró dos horas. Dos horas en las que me encargué de expresar con toda la fuerza de era capaz todas las emociones posibles. De esta manera liberaba a mi madre de todas las emociones posibles. Su mente estaba fría, su pulso firme. Obtuvo un sobresaliente.

A mi mamá le parecía que se había obrado un milagro. Estaba orgullosa de su nueva personalidad. Dejó de beber y despidió a sus amigos que durante semanas golpearon a su puerta, intentando recuperarla. Pero ella ya no quería tener nada que ver con lo que llamó “el poetariado etílico”. Ella se estaba forjando un porvenir. Ya no era la loca que necesitaba huir de sus emociones desmedidas para caer en otras aún más desmedidas. Muy pronto terminó el bachillerato nocturno y se inscribió en la universidad. Daba gusto lo ordenada que estaba su habitación, lo fácil que le resultaba encontrar su cepillo de dientes y cepillarse vigorosamente cada mañana. Yo seguía haciendo concienzudamente mi trabajo, inmersa en una especie de circo trágico, para ayudar a mi futura madre, como una buena futura hija, a cumplir sus tareas y así poder nacer, si es que algún día nacía, en un ambiente menos decadente del que había encontrado a mi llegada, de ser posible un ambiente burgués. Para eso, mi mamá tenía que graduarse, encontrar trabajo, novio, casarse, conseguir una casita y un perro. Recién entonces yo nacería. Esos eran mis planes, pero estaba cansada, el trabajo emocional me tenía al borde de lo que pensé sería un ataque de nervios completamente mío.

No fue esto lo que ocurrió. Una mañana oí el vigoroso cepillarse de mi madre, el sonido de los libros y cuadernos que introducía en su portafolios y el golpe seco de la puerta al cerrarse. El cansancio me impidió seguirla, permanecí inmóvil todo el día, sumergida en un sueño lleno de sobresaltos. ¿Qué sería de mi madre sin mí? ¿Que pasiones obtusas la invadirían? Mis temores no eran infundados. Ese día mi mamá conoció a un hombre y se volvió completamente loca. El hombre, que inmediatamente se instaló en la habitación, tocaba la trompeta. Todo volvió a ser un caos, los vecinos se quejaban constantemente del ruido y algunos miembros del poetariado etílico volvieron a hacer acto de presencia.

Con las pocas fuerzas que me quedaban y a pesar del gran sueño que intentaba arrastrarme a todas horas, me afané en sentir y expresar todo lo que podía. Tuve grandes dificultades con el deseo sexual que al principio vencía en pocas ocasiones, pero pronto aprendí a ponerme lasciva y logré que mi mamá, a la que el trompetista calificó de frígida, siguiera estudiando. Unos días antes de nacer ya no pude resistirme al gran sueño. Este se apoderó de mí, me hundió en una tibia, oscura caverna. A veces me despertaba un poco, oía el vigoroso cepillarse de mi mamá y sonreía. Todo seguía su curso. El sonido me arrullaba y volvía a dormirme.

Hoy, a las nueve de la mañana, nací. Me siento invadida por un enorme tedio. Ni siquiera la noticia de que tenemos casa, perro y de que el trompetista ha sido sustituido por un hombre serio y callado ha conseguido alegrarme. Por el contrario, encuentro todo de pésimo gusto. Mi único medio de expresión es el llanto que sólo sirve para que me den de comer, me cambien los pañales o me unten de crema la piel irritada. Ni se les ocurre que pueden molestarme otras cosas, como ese lenguaje idiota con el que me hablan. Me siento avergonzada de haber trabajado tanto en la creación de este mundo mediocre. No soporto el ruido del cepillo de dientes por la mañana, la boba cara del perro y la más boba cara del hombre sin trompeta. Mi mamá se ha convertido en una persona insípida. Ojalá el trompetista y el poetariado etílico estuvieran aquí haciéndome reír con sus locuras. Estoy ansiosa por llegar a la adolescencia, fugarme, y vivir como me dé la gana.

1 comentario:

Anónimo dijo...

que buena memoria que tiene Ud. bienvenida a la vida