El delegado

Hace tiempo, en una reunión social, me presentaron al delegado. Un hombre flaco, de ojos oscuros, a la vez perspicaces y asombrados. Iba vestido de negro, lo que acentuaba su delgadez. Se mostraba cordial, aunque un poco distante, como si reservara parte de su atención a algún asunto difícil que tenía en mente.

Formábamos un grupo de seis o siete, de pie, con nuestros vasos de whisky, junto a la puerta de un hermoso jardín. Cuando la conversación decayó y el grupo comenzó a dispersarse, me interné en el jardín. El delegado me siguió. Nos sentamos sobre el borde de un muro de piedra a contemplar el cielo estrellado mientras conversábamos sobre cualquier tema, sin prestar demasiada atención a lo que decíamos. Me gustaba este rasgo del delegado: que considerara la conversación habitual como algo ajeno, una especie de ruido que la costumbre torna inaudible. Muy pronto hicimos silencio. No sentí ninguna inquietud, y aunque siempre me cuesta concentrarme en la contemplación el cielo estrellado, disfruté del silencio y de la compañía poco exigente de aquel hombre al que acababa de conocer.

Pasamos varios minutos en perfecta armonía, hasta que el delegado habló. Me sobresalté ligeramente, porque su voz había cambiado. El tono era más bajo, más profundo, con acento de locutor profesional. Las palabras se alargaban con sugestivo letargo. Al mirarlo, encontré sus ojos redondos, opacos, muy cerca de los míos.

Desde ese momento quedé sometida a él, aunque la índole de mi sometimiento no era común. Podría pensarse que se trataba de una situación ideal. Al día siguiente me visitó y sin mayores preámbulos (ni siquiera aceptó una taza de café) se mostró dispuesto a hacerse cargo de las tareas que a mí me resultaban más fastidiosas, como las compras y los trámites. No tuve que ir más al supermercado, ni al banco a pagar cuentas. Disponía de un tiempo precioso, que dedicaba a estar conmigo misma, en perfecto silencio, cuidando unas plantas que me regaló el delegado.

Mientras yo compraba herramientas de jardinería, como palitas y escarbadores, el delegado se ocupaba de la reparación de aparatos domésticos, de la plomería y electricidad, poniendo remedio a gran cantidad de desperfectos. Por fin mi casa funcionaba a la perfección. A mis ojos, era el hombre más útil que había sobre la tierra. No sólo se encargaba de los aspectos más enojosos de mi vida práctica sino que además respetaba mi soledad. Yo le estaba profundamente agradecida. No sabía qué hacer para retribuirle tantos favores.

Nunca supe dónde vivía el delegado, pero siempre aparecía cuando lo necesitaba. Seis meses después de haberlo conocido, se mudó a mi casa. Ya no tenía que cocinar, ni limpiar, ni preocuparme por nada. Las personas que venían a visitarme, y que antes me ponían de muy mal humor, pues soy poco sociable, eran recibidas por él y despachadas por él. También atendía el teléfono como recepcionista experimentado. Con mucho tacto, cancelaba las citas que en un momento de debilidad yo había concertado.

En aquel tiempo yo trabajaba en una oficina de digitalización de planos, donde ganaba un sueldo aceptable. La oficina quedaba en el otro extremo de la ciudad, lo que me obligaba a pasar horas enteras en un tráfico infame. El delegado, que tenía contactos en todas partes, se las ingenió para que la empresa aceptara instalar los aparatos en mi propia casa y un mensajero me trajera los planos y viniera a buscar el material cuando estaba listo. Era una maravilla no tener que asistir a esa deprimente oficina. Aunque a mí, la verdad, me costaba concentrarme en el ambiente nada hostil de mi propia vivienda. Por fortuna, muy pronto el delegado aprendió a digitalizar mapas y se encargó de trasladar los datos a la computadora, con mucha más rapidez y eficacia que yo, ciertamente. Era un trabajo pesado y aburrido y me alegré de librarme de él.

Yo no tenía parientes a excepción de una tía ya muy vieja que vivía en el campo y tenía muchos problemas de salud. La visitaba una vez al mes para llevarle las medicinas que le hacían falta y algunas otras cosas útiles. Un domingo el delegado me llevó en mi automóvil hasta su casita y en pocos minutos entabló con mi tía una relación de mucha camaradería. En adelante la salud de ésta mejoró. El delegado la visitaba varias veces al mes y hasta la sacaba de paseo. Ya no preguntaba por mí cuando llamaba por teléfono. Le contaba al delegado todas las minucias de su enfermedad. El la escuchaba con paciencia y le daba consejos llenos de ternura.

Para entonces yo me pasaba casi todo el día en la cama leyendo y viendo televisión. A las cinco o seis de la tarde me levantaba, regaba las plantas, las podaba, revolvía la tierra con abono, y gozaba del silencio de su compañía (siempre me ha parecido absurdo eso de conversar con las plantas y desaprovechar la oportunidad de una relación en la que no hay que decir tonterías a cada momento. En este sentido mi relación con el delegado era bastante parecida, sólo que yo era la planta). Lo cierto es que las plantas crecían cada día más frondosas y bellas.

Una tarde me dolía la cabeza de tanto fijar la vista en la pantalla y sentía dolores musculares a causa de la inmovilidad. El delegado me dio una aspirina y me dijo que no me preocupara, que él se encargaría de regar las plantas. Y en adelante lo hizo cada tarde, porque ya no pude levantarme.

Un día sentí una extraña flojedad en la mano con la que sostenía el libro. Un instante después el libro cayó al suelo. Ya no pude seguir leyendo. Tampoco los dedos me respondían, por lo que me era imposible utilizar el control remoto para cambiar de canal. El delegado se ocupó entonces de ajustar el volumen y cambiar el canal cuando era necesario, por lo cual le estuve más agradecida que nunca. Y en cuanto conseguía un momento libre de sus muchas ocupaciones y tareas, me leía un capítulo de la novela que yo había dejado a medias.

Estos momentos en los que el delegado me leía comenzaron a ser los más importantes del día, sobre todo a partir del momento en que me resultó imposible abrir los ojos y tuve que privarme de la televisión, al menos en su aspecto visual. Me parecía tener dos enormes vigas sobre los párpados y todos los esfuerzos que hacía por levantarlos resultaban inútiles. También comer era un problema, aunque el delegado me preparaba papillas deliciosas, que me ponía en la boca en pequeñas cantidades y me exhortaba a tragar con palabras amables. De todos modos, no era mucho el alimento que requería mi cuerpo inmóvil.

Generalmente, después de cenar, el delegado me leía algún párrafo de la novela, aunque muy despacio, porque mi mente también estaba fláccida y decaída. Me costaba distinguir las palabras y encontrar en cada caso su significado. Ya no podía hablar, pero emitía un ruidito, parecido a un corto cacareo, para indicarle cuándo debía repetir la oración, pues no la había entendido. Aunque, de todos modos, me gustaba oír la voz del delegado con sus modulaciones monótonas, sin preocuparme mucho del sentido.

Por alguna disfunción que vino a sumarse a las otras, comencé a oír mal. El delegado, con su paciencia infinita, me gritaba los párrafos de la novela muy cerca de la oreja. Poco después dejé de oír.

Ahora me es imposible obtener cualquier información del mundo exterior, y mucho menos (tal como parece que hago) prodigarla, por lo cual es él, el delegado, quien les habla. Pero estoy tranquila, sé que no tergiversaría los hechos y que mis asuntos, de los que he tenido el gran privilegio de librarme, marchan de maravilla.

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