El trasplante

Un empresario rico y poderoso pasó diez años atormentado por un recuerdo. Todos los especialistas a los que acudía querían escuchar un detallado relato del recuerdo y escudriñar las emociones que el empresario revivía. Con el lamentable resultado de que al ser revivido y relatado el recuerdo se fortalecía y se afeaba mientras las fuerzas emocionales del hombre se agotaban.
Quiso la buena suerte que en una sala de emergencias, donde se refugió una noche huyendo de la imagen atroz que el recuerdo le mostraba, se hallara un médico bastante joven, aunque de aspecto ajado y macilento. Escuchó con interés la historia del hombre y, reprimiendo su natural curiosidad, no preguntó nada sobre el recuerdo, pues le bastó con saber que era un recuerdo horrible y que su horripilancia crecía al ser contado.
­ Hay que operar, dijo, con firmeza. El empresario asintió inmediatamente. Por desgracia, prosiguió el médico, ningún recuerdo puede ser extirpado, así, alegremente, porque quedaría un hueco en el que caerían los recuerdos circundantes y se desorganizaría toda la memoria. De manera que es necesario colocar en su lugar otro recuerdo de igual forma y tamaño. Lo primero, entonces, es medirlo con precisión y luego encontrar un donante...
Tantos preliminares impacientaron al hombre: ¡No me importa el desorden! gritó ¡Extírpeme este monstruo!
El medico le inyectó un fuerte calmante y ordenó que lo llevaran en camilla a una habitación privada. Al despertar no se frotó los ojos, no preguntó dónde se hallaba, no pensó en café con leche, sino que recordó el recuerdo de inmediato mientras lanzaba terribles alaridos. Pero el médico estaba allí con varios aparatos especiales con los que midió el recuerdo, que resultó enorme, y reprimió la curiosidad de mirar su contenido, esta vez por el miedo que le transmitían los aullidos del paciente. En seguida volvieron a doparlo, para evitar nuevas modificaciones. Sólo faltaba el donante. El empresario había ofrecido una fuerte suma: la mitad de su fortuna. Esa misma mañana se colocaron los avisos y ya al día siguiente, de madrugada, había una larga cola a la puerta de la clínica. De manera un tanto exasperante, es decir, didáctica, se le explicó a cada uno que sólo tenía dos opciones: quedarse con un hueco en el que caerían los recuerdos circundantes o heredar el recuerdo torturante sin saber cuál era, cómo era, pues esto aumentaría su fealdad y su tamaño. La propuesta originó varias reacciones: muchos se retiraron, algunos optaron por el hueco, otros por el recuerdo, y también había un grupito al que no le importaba nada, hueco o recuerdo, lo que sea.
No se sabe muy bien con qué criterio, el médico seleccionó diez donantes y se procedió a sondearles los recuerdos. Se escogió, por fin, a un delincuente, cuya memoria, repleta de escenas violentas y brutales, contenía en medio (como un charco) un gran recuerdo intrascendente. En la imagen aparecía un bombillo apagado colgando de un techo grisáceo o marronuzco, con machas irregulares de humedad bien delineadas. El cable parecía un resorte muy estirado con remiendos de cinta amarillosa. Era del mismo tamaño y forma que el recuerdo del empresario ¡Justo lo que necesitábamos! se alegró el médico. Al ser interrogado, el delincuente dijo: ah, sí, es el bombillo de mi cuarto, y declaró que estaba dispuesto a prescindir de él sin problema, y añadió que no sólo del recuerdo sino del bombillo mismo, que se había fundido hacía años. En vista de que era miembro del grupito al que no le importaba nada, hueco o recuerdo, lo que sea, el medico optó por no transplantarle el maléfico recuerdo, considerando que la anarquía de la memoria de este hombre apenas aumentaría con el extirpamiento.
Desde el punto de vista técnico, el resultado de la operación fue todo un éxito. Desde el punto de vista humano, la cosa es diferente.
En el delincuente, con la desaparición de la imagen del bombillo se agolparon una tras otra todas las escenas violentas. La explicación es simple: el bombillo no pertenecía sólo a un único momento de la vida de este hombre sino que era la acumulación de los intervalos entre un delito y otro. Y estos intervalos actuaban como descansos. Pero siendo la imagen tan anodina y siempre idéntica, el cerebro decidió almacenarla en un mismo lugar de la memoria, que con el paso del tiempo fue creciendo y convirtiéndose en un depósito que contenía todas las vistas del bombillo, como si entre ellas existiera una continuidad perfecta.
Privado de su depósito de intervalos de descanso, que desde el centro de su memoria irradiaba calma hacia las escenas violentas, el delincuente se volvió loco. Ningún medicamento, ni siquiera la anestesia, logró brindarle un segundo de sosiego. Murió de stress a los tres días en medio de un charco de adrenalina que él mismo supuraba por los orificios de su cuerpo. El dinero fue entregado a la madre del maleante, según lo estipulado por éste antes de la operación.
En cambio, para felicidad del joven ajado, desaparecieron los tormentos del empresario. Aunque al principio protestara por la fealdad del panorama (y recurriera con insistencia a la fantasía de llamar a un electricista que colocara allí una bella lámpara, y a un pintor que pintara el techo color ostra), muy pronto se rindió ante la deprimente placidez que transmitía, dándose cuenta de cuán preferible era esta imagen a la que ya no recordaba, y se convirtió en un hombre sereno y reposado, tal vez demasiado reposado.
Dejaron de interesarle los negocios y se retiró a cultivar un huerto al campo. Pero apenas logró esparcir en la tierra dura un puñado de granos, que los pájaros se comieron casi en seguida. Sin poder evitarlo, cayó en una pasividad tan absoluta que era como si estuviera muerto. Hasta que una especie de empleada que solía atenderlo, rociándole directamente en la garganta pequeñas dosis de agua con azúcar, llamó a la ambulancia.
En el hospital unos decían que estaba vivo, otros que muerto, y cuando acudió el joven ajado, murmuró un esquivo diagnóstico: este hombre está vivo, pero muerto.
Ya sea que estuviera vivo o muerto o vivo y muerto, el empresario no estaba inconsciente, sólo profundamente desinteresado. Podía oír las discusiones, podía abrir los ojos un segundo y mirar el techo. Pero el círculo exacto de neón lo perturbaba. Era demasiado higiénico. Así que los cerraba de inmediato para regresar a su transplante, que le llenaba el corazón de letal bienaventuranza.
Así como en el maleante no hacían mella los más potentes calmantes, este hombre permanecía impávido ante los más fuertes excitantes. Nada se podía hacer y nada se hizo.
En cuanto al recuerdo suprimido, el médico, en su momento, tomó la precaución de guardarlo en un hermético tubo de acero. ¿Con qué fin? No lo sabía. Pero siempre había tenido la esperanza de satisfacer su curiosidad reprimida.
Un día se presentó a su consultorio una señora amnésica y llorosa, con una fastidiosa explicación deshilvanada, a la que ella misma puso término afirmando muy segura: “Daría cualquier cosa por un recuerdo”. El médico dudó sólo un instante. Luego le ofreció el recuerdo, alertándola, claro está, sobre el peligro. Pero a la mujer no le importaba nada y la operación se llevó a cabo.
¿Cómo describir lo que sintió el recuerdo al pasar de la oscuridad del tubo estrecho a la memoria blanca y vacía? Pues bien: se sintió a sus anchas, y como por más que se estirara no logró ocuparla toda, se paseaba por ella libremente, contemplando con orgullo la extensión de sus dominios. La señora no se sentía atormentada en lo más mínimo. Por el contrario, era tan feliz como el recuerdo. Sólo el médico quedó decepcionado cuando por fin oyó el relato del recuerdo y no entendió ni una palabra. La explicación es simple: el recuerdo no había sufrido un cambio de contexto que modificara su sentido, sino que vivía absolutamente libre de contexto y por lo tanto libre de sentido.
Como muchas, esta señora envejeció y tuvo nietos. Gracias al joven macilento, también tuvo un recuerdo que contarles. No se piense que aquí volvió el recuerdo a su naturaleza atormentante. Por el contrario, los niños encontraron muy divertida la reiterada insensatez de su relato.

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