El grito


a Malú

Mi papá tenía una frente amplia apenas surcada por arrugas muy finas. Para mí, era como una pantalla donde se reflejaba el vacío de su mente. Las arrugas eran los pequeños hilos de pensamiento que aún lo atormentaban, aunque llevados a su mínima expresión, estilizados por un constante trabajo de limpieza y de síntesis. Yo solía descansar en ella, en su frente, cuando la angustia se apoderaba de mí a causa de las “construcciones”. Estas eran edificaciones caóticas que se levantaban de golpe en mi pensamiento y comenzaban a respirar. La respiración de las construcciones no era un simple movimiento de sístole diástole, era un movimiento enrevesado, complejo. Yo debía seguir con la mirada cómo el edificio hacía circular el aire a través de sus complicados compartimientos y secciones, por donde revoloteaban, como flechas de caracol, las más raras escaleras. No era en realidad el aire sino mi mirada lo que la construcción respiraba o lo que la recorría incesantemente para que sobreviviera. El trabajo visual-mental que significaba todo esto me enrojecía los ojos y me producía una pulsación irritante en el lado izquierdo de la cabeza. Yo no podía permitir que la construcción se asfixiara, pues la perspectiva me producía un insoportable sentimiento de compasión y de pérdida.

Cuando mi papá, músico experimental, volvía de sus ensayos y me encontraba en ese estado, me daba una aspirina con un poco de leche, me acostaba, y se quedaba en silencio a mi lado. Yo entonces colocaba la vista en su frente y me entretenía recorriendo los pequeños riachuelos, o las extensiones casi llanas, ligeramente frías, por las que circulaba sin tropiezos, aplacando mis sentimientos conmiserativos hacia el edificio turbulento.

Pero a veces mi papá volvía del trabajo con la cabeza atiborrada de formas sonoras horripilantes. El lo sabía y se encerraba en el baño para darse una larga ducha alternando agua caliente y fría. Pues cualquier resonancia de aquellos ritmos cortantes, aquellas disonancias, aquellos atisbos de melodías inmediatamente truncadas, podía resultar nefasta, nefasta en un sentido hasta ahora puramente presentido.

Un día mi mamá vino a visitarnos, un día que mi papá estaba, según sus palabras, “muy deprimido”, tomando una taza de café tras otra en la cocina.

Sonó el timbre.

Mi mamá era una mujer interesante, llamativa, muy a la moda. Se movía con soltura, casi desparpajo, y su seguridad en sí misma, su alto grado de autoestima, su frivolidad a toda prueba, la frescura burlona de su risa, nos producía a mi papá y a mí una mezcla de envidia, admiración y respeto. En su presencia las cosas que nos ocurrían a mí papá y a mí, y que eran, por decirlo así, la médula de nuestra realidad, dejaban de existir. Sólo su manera de sentarse y mirar distraídamente implicaba o contenía una alegre ridiculización de nuestros problemas que los volvía nimios. Cuando mi mamá se iba dejaba en nuestra casa un ambiente de superficialidad muy saludable. Mi papá y yo pensábamos que de hecho habíamos sido liberados por ella de lo que sólo eran manías enfermizas y que en adelante adoptaríamos ese estilo despreocupado, refinado y mordaz que tanto nos gustaba. Pero a las pocas horas el ánimo se nos ponía pesado, ya comenzábamos a fingir despreocupación y cuando mi papá se iba a su ensayo yo sentía que las raíces de la construcción comenzaban a bifurcarse y a cimentarse en mi nuca.

Pero aquella última visita de mi mamá no tuvo el efecto de siempre. El café había excitado a mi papá que se paseaba inquieto alrededor de la mesa. Yo estaba sentada en una silla balanceando los pies en el aire, con una monstruosa edificación en la cabeza. Algo nuevo había ocurrido: mi papá había fallado. Siendo como era un artista, se había visto invadido por la materia de su arte. Dos días atrás había vuelto a casa lleno de música a medio hacer en un estado de ánimo muy exaltado. Yo comencé a oír los sonidos desde mucho antes de que abriera la puerta de calle. Corrí a su encuentro pidiéndole a gritos que no entrara. Pero él, embelesado como estaba en sus sonoridades, no me oyó, sino que me estrechó entre sus brazos. Ocurrió entonces lo que siempre habíamos querido evitar sin saber exactamente qué era. Los ruidos de mi papá penetraron en mi construcción y como por arte de magia se amoldaron a ella con una exactitud extraordinaria. A la extremada tensión de mi cuerpo siguió un brusco relajamiento. Mi papá me tenía aún en sus brazos y ya era consciente de lo que ocurría. Sin embargo, su preocupación se mezcló con una alegría gigantesca, pues sus ruidos habían por fin adquirido la forma que él buscaba y las bases de la composición, por decirlo así, ya estaban listas. Sólo faltaba conocer su evolución y por supuesto, su clausura.

Pero por fin mi papá vislumbraba la posibilidad de hacer algo más que improvisar sobre un fondo de tambores duros que cortaban el tiempo de maneras drásticas. Las variaciones (que él amaba) seguían en pie, pero protegidas por la sólida coraza de mi construcción viviente. Su respiración enrevesada garantizaba, en su inefable invulnerabilidad, no sólo libertad sino también originalidad e impredecibilidad de movimientos.

Ahora mi papá había dejado de lado sus ejercicios de tai-chi y sus baños en flores de cayena, y todos los ejercicios de limpieza que practicaba para aliviar mis tensiones. Y como si su espíritu y el mío fueran capaces de soportar más inquietud tomaba café como un demonio. Y no sólo eso: su mente, por fin organizada, producía música. Yo sostenía esa música, pero me inquietaba el hecho de que no fuera a detenerse nunca. La explosión creativa de mi papá se había apoderado del edificio y no le permitía extinguirse. Atrás había quedado aquella compasión angustiante. Ya la construcción no dependía de mí, y por lo tanto, yo no sentía pena por ella. Lo que sentía era una gran cantidad de incomodidades, sueño y hambre entre otras, y aquel magnífico dolor de cabeza parecido a un peñasco.

Estaba exhausta.

Cuando mi mamá tocó el timbre mi papá y yo nos miramos. Pasaron así varios segundos. La mirada de mi papá contenía una súplica y un espanto. En seguida retiró la mirada y pareció olvidarse de todo. Como ninguno de los dos acudió a abrirle la puerta, mi mamá abrió con su propia llave. Nos encontró en la cocina. Yo balanceaba los pies en el aire, él tomaba café paseando de un lado a otro. Mi mamá me besó alegremente en ambas mejillas, pero el tortuoso laberinto musical en que me hallaba y el debilitamiento por la falta de sueño y de alimento no me permitió responder a su saludo. Yo no quería herir a mi mamá, así que traté de sonreír. Como este intento fallara, sin saber por qué abrí la boca y de mi boca salió un grito inesperado.

No era un grito cualquiera. Era un grito capaz de penetrar en la encantadora personalidad de mi mamá y volverla añicos. Un grito que tenía una cualidad estética indeterminada, pero con alusiones claras a Janis Joplin, Munch y el Barril de Amontillado. El grito tardó en extinguirse, aunque fue debilitándose, volviéndose cada vez más agudo y perdiendo sus cualidades terroríficas. Por fin, la punta de este grito exhausto, en lugar de desaparecer en la nada de sí mismo, dejando sólo sus resonancias emotivas en quienes lo habían escuchado y soportado, la punta afilada de este grito, digo, se introdujo en la edificación de mi cabeza adolorida y comenzó un camino inverso a su agotamiento, comenzó a fortalecerse lentamente en un crescendo, a bajar en forma de espiral reversa, de círculos cada vez menos expandidos, menos amplios, y los recorridos circulares, cuanto más circunscritos, más intensos, se traducían en un aumento de la potencia y de la fuerza aterradora del grito que a mi papá y a mí nos mantenía expectantes. El grito, según vi, viajaba así a contracorriente hacia el ojo de una escalera huracanada, o simplemente un huracán desescalerizado, aumentando sin esfuerzo la velocidad de su desplazamiento, y cuando lo tocó, cuando el grito ya absolutamente pavoroso tocó el ojo del huracán incrustándose como un alfiler en su sensible pupila, la construcción se vino abajo con un estrépito pasmoso y la obra se dio por concluida.

Con lágrimas en los ojos y otras lágrimas que ya le surcaban las mejillas, mi frenético papá aplaudió como todo un auditorio, yo sentí un alivio considerable y por fin pude sonreírle a mi mamá, que en todo ese tiempo no había dejado de mirarme con una mirada consternada, completamente ajena a todas las miradas que hasta el momento yo había recibido de ella. Vi que reprimía un gesto, también inédito en sus manifestaciones, el gesto de abrazarme. Pero mi alegría, igual que la de mi papa, era inmensa, y me arrojé en sus brazos. Aquí mi mamá lloró, sin entender nada de lo que había ocurrido, sin entender que una muy ardua composición musical, muy padecida, por fin había nacido.

Secándose las lágrimas, mi mamá balbuceó algo sobre ir al psiquiatra, sobre la necesidad de que mi papá (cuyas expresiones de alborozo después de mi grito debían parecerle de una locura extraordinaria) y yo, juntos o por separado, acudiéramos al psiquiatra, uno muy bueno que ella conocía y que por supuesto pagaría, porque mi papá y yo éramos pobres y dependíamos de mi mamá para cualquier lujo, incluso para chocolates. Pero ambos estallamos en risas. Ir al psiquiatra, qué ridículo, ir al psiquiatra cuando se es por fin feliz, qué desatino. A lo que mi mamá, recobrando de pronto su estilo acostumbrado, propuso como alternativa:

-¿Y que tal si vamos al cine?

Yo acepté encantada, me puse un abrigo azul y salimos. Mientras, mi papá corría ya hacia su estudio para encontrase con sus colegas experimentales y proceder al ensayo, y también, dijo, ir a buscar a una cantante maravillosa que conoció una vez en una taberna, una pobre mujer adicta a la heroína, y que, con un poco de abstinencia, sería la única capaz de interpretar en toda su cabalidad escalofriante ese grito creador y destructivo.

9 comentarios:

Malú dijo...

Gracias musa mía...

Anónimo dijo...

Me hizo recuerdar uno de esos dibujos surealistas de principios del siglo IX...

SMLH

Anónimo dijo...

Tengo que hacer otro comentario... Me encanto el "tema" de alguna manera me aclaró algo sobre la "locura", gracias.

SMLH

Anónimo dijo...

Señora, otra asombrosa travesía, qué delicada descripción de una neurastenia feliz, casi insostenible pero sin embargo firmemente timoneada hasta el final de un itinerario desquiciante, qué quiere que le diga, me saco el sombrero una y otra vez con las fuerzas que me quedan después de llegar a esta especie de puerto donde quedé tirada con las neuronas disparadas en el más estricto desorden de sus funciones y lista para ir al cine matinée y continuado de la mano de mamá. Y otra vez el potencial interpetable de las situaciones es tan abisal que invita alegremente a pasarlo por alto. Una joya, nada, nada, me saco el sombrero, olé, lo suyo es grande.

Ana Flora

Anónimo dijo...

Me encantó,me fascinó esa geometría musical. Me arrulló, me ternurizó, me hizo reir de todos los infiernos.
Ojalá todos los gritos gritaran como Nuni Sarmiento.
Envuelta en gratitud quedo suya, de su papá, de su mamá, de ese timbre que sonó tan perfecto en esa sola línea, de esa construcción afectiva dionisíaca por no decir avalokitesvárica.
Shhhhh......

Germán Hernández dijo...

Que relato tan tierno y hermoso, desconsertante. Sutil y exacto.

Noto que este blog que acabo de descubrir está un poco abandonado, espero que no lo sea permanentemente, pues ha sido un gozo disfrutar de sus textos.

Saludos!

GEORGIA dijo...

Impecable este vuelo por la hilarante y lo poético, todo en uno,cuando llegamos al final la risa se convierte en un gesto de gratitud por esta narrativa siempre fresca
Gracias, ojalá siga escribiendo en este blog y en otras espacios de la narrativa real y virtual

Gabriel C dijo...

Señora Nuni: Ud. merece más y mejores lectores. Yo, por lo menos, soy uno muy olvidadizo, perezoso, e incapaz de resolverme hasta ahora (¿y por qué justo ahora?) a escribirle siquiera un comentario en este blog por el cual he conocido la finura de su prosa, la belleza de sus cuentos... Quiero contarle que tengo particular aprecio por El Castillo y también por ese cuento donde la niña se introduce en unas señoras que la están viendo (creo que se llama La niñidad, o sino, Señoras!). También me ternurizan el cuento de la familia que saca la ira un día por semana, y, por supuesto, El Unicornio y Revés, y aquel del espía cuyo creador lo olvida... En fin, sus cuentos han sido para mí, desde hace un par de años, un gusto privado. De vez en cuando los releo y me reconfortan. Así que... simplemente Gracias.

Reciba el aprecio de un desconocido.

Anónimo dijo...

Este cuento por un momento me recordó esas ciertas pesadillas que Cortázar sabía escribir (describir?) tan bien... pero después me pareció que no, que éste cuento es mucho más alucinando (alucinado?). En fin, buenísimo... seguiré pasando por acá!!!
Att. Gatuperio.